Volver… o regresar al futuro.

Hoy cae un sol inmisericorde sobre Granada. Hace calor, mucho calor. Llevo en España más de tres meses y medio y aún no había tenido el sosiego necesario para sentarme frente a una nueva entrada del blog.

Sólo se me ocurre escribir de la salida de Viena y la vuelta a Granada. El día que salí de Viena con mi marido, cuatro maletas, una mochila de once kilos, dos chelos y una gata, no recuerdo si hacía calor o frío… seguramente no hacía nada de las dos cosas. Sí recuerdo que no miré atrás, salimos casi corriendo del piso donde habíamos vivido los dos últimos años, sin pena ni gloria, sin tristeza y sin alegría. Me había imaginado el momento de la «despedida» con más ‘chicha’ pero no. Teníamos prisa por llegar al aeropuerto, no perder el avión, las maletas, la gata o algún chelo por el camino (la mochila era imposible porque la llevaba a la espalda). Así que no hubo tiempo para sentimentalismos poco prácticos.

Unas horas después aterrizábamos en Granada. Mientras el avión tomaba tierra recuerdo que dije más o menos en voz alta: «Bienvenidos al país de la luz»; en ese momento una pasajera que estaba sentada delante de mí en el avión se volvió y sonrió, ¡A saber las horas de oscuridad que había ‘sufrido’ la pobre! Parece un tópico pero es cierto que la luz es lo que más me sorprendió al volver (eso y la comida, otro topicazo). Bajamos las escalerillas del avión y la luz lo inundaba todo a pesar de que la tarde estaba bastante avanzada. Los días siguientes apenas tengo recuerdos. Bueno, sí, alguno más relacionado con la luz: al día siguiente de mi vuelta, di un paseo por las calles de Granada para hacer papeles y la luz me cegaba, tenía que cerrar un poco los ojillos para ver. Y otra cosa que todo el mundo siempre señala: las voces altas en las cafeterías. Entré en una a tomarme un café y el ruido me pareció atronador. Ese primer contacto con las calles y espacios interiores de la ciudad fue brusco, chocante, pero también mágico, casi onírico. Los primeros días me parecía estar en un sueño, pero no precisamente en uno muy «bueno»; la sensación de irrealidad no me  siempre me resultaba agradable. Era como si estuviera con un pie en Viena y otro en una ciudad que me resultaba familiar pero extraña al mismo tiempo.

Todo era muy raro: me sonaban los nombres de las calles pero no sabían dónde estaban, los autobuses me parecían iguales a los que yo había conocido, pero no eran exactamente los mismo y tampoco hacían exactamente las mismas rutas (el LAC es un invento de menos de dos años; los de Granada me entenderán), el edificio de la Facultad de Filosofía y Letras era idéntico, pero la gente no era la misma, bueno sí, pero no… los alumnos que yo había conocido se habían ido y si no lo habían hecho, sus caras habían cambiado…, en mi mundo personal las cosas no eran menos extrañas: los amigos seguían allí pero sus vidas eran algo diferentes y los hijos de los amigos ¡Ya no eran niños!, eran adolescentes… cuando de repente mis amigos me decían ¡Mira cuánto ha crecido Fulanito o Fulanita!, me quedaba paralizada ¡El tiempo había pasado! Esos chiquillos que ahora tenían mirada de adultos en ciernes casi no se acordaban de mí. Para ellos dos años habían sido como dos décadas y para mí, al verlos, casi podría decir que también. El tiempo… siempre tan relativo, tan traicionero, tan curativo también…

Sí, en esos momentos me sentía como si hubiera regresado al futuro. Y en realidad así era: había regresado a una Granada que para mí era el futuro, una ciudad que estaba en un tiempo futuro mientras que yo me había quedado anclada en el pasado, en la Granada de marzo de 2014. Aquella era mi Granada, la que yo recordaba, y no esa de abril de 2016.

Sí, lo reconozco, me ha costado bastante adaptarme. El primer mes mi vida era un caos de cajas, recuerdos, caras cuyos nombres no acertaba a recordar…, horarios caóticos, gritos y un «entender todo lo que se decía en los autobuses y en la calle» pero a la vez ¡no entender nada! y con ello me refiero a tener que esforzarme para comprender comportamientos y formas de actuar que tenía olvidados pero que curiosamente, sin saberlo, había echado mucho de menos.

Los reencuentros han sido emocionantes y duros, como las despedidas en mi última semana de Viena. Un mes antes de regresar a este futuro que por fin ya es presente, confesé a Nacho mi miedo ante al vuelta a España. Temía que la adaptación me resultara difícil. Ese temor puede parecer tonto, terriblemente tonto después de haber pasado dos años en Viena peleándome con el alemán y la cultura austriaca (terminé adorándola, lo confieso);  más tonto e insultante aún si se piensa que a la vuelta me esperaba un trabajo maravilloso y una estabilidad que no había podido imaginar ni en mis mejores sueños. Pero lo cierto es que estaba muy asustada. Mis temores eran fundados porque, como digo, me ha costado adaptarme. ¿Será que la rapidez del avión no ‘favorece’ este acomodo? ¿Será que mi personalidad es así de reacia a los cambios? Todo puede ser o no. Ahora que me muevo con mi moto por Granada como pez en el agua, poco importa. El caso es que todo ha vuelto a la normalidad y punto.

Pero todo esto me hace reflexionar sobre los procesos de adaptación de las embajadoras del Imperio a España, allá por el siglo XVII. Para empezar, el viaje no duraba tres o cuatro horas sino tres o cuatro meses durante los cuales, además de perder la vida o la cabeza en el intento, estas mujeres también tenían la oportunidad de «hacerse a la idea» de lo que se les venía encima. Una vez llegadas a destino, las embajadoras tenían que ‘ambientarse’ para poder desempeñar con soltura su misión. Yo no he tenido que aprender a llevar un guardainfante para trabajar en la Universidad pero estas señoras sí que tenían que hacerlo si querían cumplir con sus obligaciones en la corte. Uf! Menos mal que he nacido en el siglo XX.

Johanna Theresia de Harrach vivió su juventud en la corte de Madrid (sí, lo sé ,esto ya lo he dicho muchas veces), como dama de doña Mariana de Austria. Pero no lo que voy a contar: Johanna regresó a la capital imperial que le había visto nacer ocho años después de aquella experiencia hispana. Para ella, la vuelta no fue fácil: Susanne Claudine Pils dice que la pobre llegó a sentirse como una verdadera «turista» en su propia ciudad. Su particular «regreso al futuro» le debió ocasionar algún que otro quebradero de cabeza: ¿Tuvo que repasar el mapa con los nombres de las calles como me ha pasado a mí en Granada? ¿Se perdió los primeros días intentando llegar a sitios cuya ubicación creía conocer a la perfección? ¿Se equivocó de estante a la hora de buscar un bote de mermelada? (Sí, Johanna hacía ella misma la mermelada). Yo me he vuelto loca en la cocina porque tenía en la cabeza la del piso de Viena. De alguna manera, salvando las barreras insondables del tiempo y el espacio, creo que me he sentido identificada, aunque sea un poquito, con mis queridas embajadoras: ellas también volvían y regresaban a un futuro transitorio que al final se convertía en su presente. Ese presente que ellas vivieron ha devenido ahora en pasado, del que ahora humildemente me ocupo. Pero no adelantemos acontecimientos… Voy a vivir  mi maravilloso presente y que el pasado, de momento, sólo sea mi objeto de estudio. ¡Feliz verano!

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Nostalgias de Carnaval… mi mimosa marchita y los miasmas pestíferos.

Las mimosas que compré el domingo se están marchitando, han perdido su envolvente y delicado olor…, sus bolitas amarillas caídas parecen anunciar el fin de este martes de Carnaval en Viena. Por la tarde he visto un rato la tele y he podido comprobar que en Graz han disfrutado mucho de este día con disfraces multicolores, vistosas cabalgatas y lluvias de confeti… Qué gusto da ver a la gente contenta.

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Mis flores de mimosa ya no huelen a nada, y Viena tampoco. Acabo de volver de un paseo por el centro y no he visto nada que se parezca a la fiesta que tenían montada en Graz.  Viena permanecía elegante, solemne y extremadamente silenciosa ante tan señalada fecha. ¿Qué ha quedado de los esos tiempos barrocos en los que las máscaras se apoderaban de calles y palacios?

Bueno…  algún resto queda, si entendemos por «restos» de ese insuperable glamour del siglo XVII, los bailes que por estas fechas se celebran en la ciudad; sin ir más lejos el pasado jueves tuvieron lugar dos de los más punteros: el Opernball en la Ópera y el Rosenball, en el Kursalon. En ambos hubo disfraces, más en el primero que en el segundo.

Pero hoy… nada, o casi nada: en el autobús iba sentada una chica con una nariz de ratón pintada en la cara, en la parada del tranvía 71 un chaval llevaba puesto un sombrero de vaquero, en la plaza del Hofburg un hombre vestido de esmoquin hacía cola en un cajero. ¿Acaso necesitaba dinero para pagar la entrada a algún baile que se celebrara hoy en el palacio? En fin, todo puede ser. A lo lejos, una pareja con traje de etiqueta corría para entrar en alguna de las salas. No sé qué clase de espectáculo se estaba cociendo hoy en el Hofburg, pero desde luego no debía ser nada del otro mundo comparado con los carnavales que se celebraban allí en tiempos del emperador Leopoldo. Me he parado a ver el escaparate de la lujosa pastelería Demel y he seguido mi camino.

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¿Cómo se puede sentir nostalgia de algo que no has vivido? No sé, pero esta noche, escuchando mis propios pasos en la plaza del Hofburg, me ha venido a la memoria cómo debieron ser aquellos bailes de carnaval. Y me he puesto nostálgica.

Los carnavales de 1667 se celebraron de manera fastuosa en la corte de Viena. La infanta Margarita había llegado a la capital imperial apenas dos meses atrás para casarse con el Emperador y todo lo que se hiciera para recibirla parecía poco. Cuatro bailes de carnaval tuvieron lugar en el Hofburg entre el 24 de enero y el 24 de febrero de ese año de 1667. El primero consistió en un baile de caballos y fiesta posterior en la que 66 nobles se disfrazaron con los trajes de diferentes oficios y naciones. El segundo tuvo lugar el 6 de febrero: la emperatriz Margarita lució un vestido a la alemana mientras que su esposo Leopoldo se vistió a la española… curiosa forma de «travestirse» la que eligieron los imperiales cónyuges. En el tercer festejo de 17 de febrero, una parte de la corte se disfrazó con vestimentas típicas de varios países, y la otra con atuendos más prosaicos de cocineros, granjeros y servidores. El cuarto y último baile fue organizado por la emperatriz viuda Leonor Gonzaga y en esta ocasión, además de ballet y representaciones musicales, se simuló una «comida festiva» como si se tratara de un banquete de boda pero sin serlo.

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Al tercer carnaval citado, el del día 17, acudió la embajadora de España en el Imperio, doña Teresa María De Saavedra, VII condesa de Castelar, esposa de don Baltasar Beltrán de la Cueva Enríquez de Cabrera (hermano del VIII duque de Alburquerque). Doña Teresa se disfrazó de Dürn (criada) y don Baltasar, el embajador de España, de Knecht (mozo de granja). No sé si lo pasaron bien en esa fiesta, pero sí sé que durante su embajada causaron numerosos problemas al emperador, sobre todo la embajadora, empeñada en preceder en todos los actos a la camarera mayor de Margarita, la condesa de Eril, una señora que no era precisamente  muy dócil. Con una embajadora altiva y una camarera peleona ¿Qué se podía esperar en la corte de la emperatriz mas que un continuo «Carnaval»? Por cierto, en esa fiesta de 17 de febrero del 67, mi querida Johanna, futura embajadora imperial en Madrid, se visitó de Wälsche Paurin (campesina italiana). En 1671, el conde de Castellar fue finalmente nombrado por doña Mariana de Austria virrey del Perú, y su esposa virreina. Conde y condesa mudaron de traje en las Américas, y el Emperador Leopoldo bien descansado que se quedó.

Se me ha olvidado decir que la música de los bailes de carnaval de 1667 fue compuesta por Johann Heinrich Schmelzer, músico de cámara de Leopoldo. Schmelzer creó bellísimas composiciones durante los años que Margarita vivió en Viena, entre ellos una sarabanda y unos canarios que dedicó a las damas españolas de la emperatriz, poco gustosas de lo alemán y muy amantes de lo español.

Diez años después de aquellas fanfarrias dedicadas a Margarita, Johanna Theresia de Harrach volvió a vivir los carnavales en Viena. La condesa había pasado tres años en España y volvía con ilusión a disfrutar de las mascaradas cerca de Leopoldo y su nueva esposa, Eleonora Magdalena de Neoburgo, porque la pobre Margarita, en ese año de 1677, hacía ya cinco años que descansaba en la cripta de los Capuchinos, vestida con mortaja y piel seca pegada a los huesos ¡Grotesco disfraz!

A dos fiestas acudió Johanna Theresia ese febrero de 1677. El día 19 se presentó en el palacio de los Palffy con sus hijos: Josefa llevaba un vestido de brocado a la española con falsas puntillas, un gran colgante y unos pendientes de diamantes; Carlos, su primogénito, iba disfrazado de campesino español. Durante la fiesta, Josefa mantuvo una agradable conversación en  con la embajadora de España, Ana Colonna, marquesa de los Balbases. Su hermano Carlos, en cambio, como no estaba para chácharas prefirió bailar una chacona.

A la otra fiesta fue Johanna sola, invitada por el príncipe de Dietrichstein. Se celebraba el exclusivo festejo carnavalesco nada más y nada menos que en la Prunksaal del Hofburg. Allí, en medio de salomónicas columnas y brillantes mármoles, aparecieron el emperador y la emperatriz vestidos de ¡esclavo y esclava!… Tamaña impresión debió causar a Johanna el ver a sus amos vestidos de tal guisa en medio de aquel suntuoso escenario. ¡Qué contraste! ¡Qué ingeniosa inversión de roles!

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Schmelzer volvió a animar con su música esos carnavales de 1677, desconocía  que los próximos no serían tan alegres.

En 1680 la peste azotó Viena. Los emperadores y los nobles huyeron. Aquel mes de febrero ninguna fiesta se celebró, sólo la muerte se divirtió. Los olores nauseabundos de la enfermedad se mezclaron con los de los cadáveres… efluvios pestíferos tiñeron de carroña las calles. Ese fue otro carnaval…

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Schmelzer no compuso más canciones, las flechas de la peste le alcanzaron en Praga, pues los miasmas nada entienden de ciudades, ni de músicos de emperadores.

Hoy, al contemplar bajo la luz de la luna la horripilante escultura de la columna de la peste de Viena, he pensado en el triste destino de Schmelzer, aquel rey de los carnavales que amenizó las veladas de mis queridas embajadoras. Descanse en paz y que siga el carnaval…

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  • Quiero agradecer a Alexander Sperl su ayuda con la traducción de los disfraces.
  • Recomiendo visitar las exposiciones:»Feste Feiern» en el Kunsthistoriches Museum, comisionada por Gudrun Swodoba. y «Spettacolo barocco! Triumph des Theaters» en el Theatermuseum y comisionada por Andrea Sommer-Mathis, Daniela Franke y Rudi Risatti.

 

 

 

 

Rosita de Harrach y el Christkindl

 

Joeux noelEl año pasado por estas fechas aún no tenía muy claro quién era el Christkind… Yo estaba convencida de que era el «niño Jesús» y no, resulta que el «niño Jesús» es el «Jesus Kind» y no el Christkind o Christkindl, como me insistió un día mi gran amigo Alexander.

En uno de los tradicionales mercadillos navideños de Viena, concretamente en el del Altes AKH, una amiga mía japonesa y su marido, un alemán de padres rusos, me estuvieron explicando qué era el Christkind y aún me liaron más la cabeza: resulta que el Christkind era una especie de «espíritu del niño Jesús o más bien de la Navidad» con forma de angelito con ricitos rubios y alas que llegaba volando a las casas de los niños y dejaba los regalos. El Christkind, insistía mi amiga japonesa -que sabe más del tema que los propios austriacos-, no era exactamente el niño Jesús, sino una representación suya, e incluso a veces se representaba no como un niño sino como una niña alada vestida con una túnica blanca.

Alexander, que es de Steiermark y conoce bien la tradición corroboró las palabras de mi amiga en uno de nuestros cafés, y me aseguró que el Christkind adquiría forma femenina. En fin, un lío. Además el Christkind venía la noche del 24, como Papá Noel, pero no coincidían o al menos no debían coincidir, vamos, que en las casas austriacas de verdad, Papá Noel era un «usurpador-robaprotagonismo» del Christkindl. Esta inoportuna concurrencia del tradicional espíritu del niño Jesús vestido como una niña y del recién llegado hombre de la Navidad llegado del norte-norte (cerca del Polo), estaba siendo motivo de polémica aquel año, pues los austriacos más apegados a la tradición reivindicaban a capa y espada al pobre Christkindl que, dado su espíritu etéreo, poco podía hacer contra el bonachón de Papá Noel, ataviado con un llamativo traje rojo y acompañado por toda una parafernalia de renos y ayudantes muy poco discretos.

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Este año me he fijado más en las tradiciones navideñas austriacas y he estado más atenta a todo lo relativo a la Navidad que pudiera aparecer en la documentación porque estaba muy interesada en saber más sobre cómo celebraran mis embajadoras las Navidades… y me he llevado más de una sorpresa.

Revolviendo en el archivo, la Navidad y sus personajes han ido apareciendo sin avisar, dándome algún que otro susto. El Christkindl se lleva el premio a eso de aparecer sin previo aviso. Debe ser que llega siempre sin avisar y, como dicen los padres a sus hij@s, si un@ es muy curios@, el Christkindl se esfuma; pero si no se espera, éste se presenta y te planta unos buenos regalos. Pues así me ha pasado a mí en el archivo: de repente, un día, el Christkindl ¡apareció! pero ¡donde no debía estar! ¿O sí?

Os cuento: Esa mañana cualquiera de un día cualquiera de una semana cualquiera me encontré con una carta escrita por Rosa Ángela von Harrach, la hija de Johanna Theresia, condesa de Harrach, de la que ya hemos hablado largo y tendido. La carta de la pequeña Rosa, que debía contar con 6 o 7 años de edad, estaba dirigida nada más y nada menos que ¡al Christkindl!

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Resulta sorprendente encontrarse con un tipo de documento tan entrañable… (es como si me hubiera encontrado con la carta de un niño del XVII para los Reyes Magos, porque para mí el Christkindl no significa mucho… pero los Reyes… eso es otra cosa, a esos sí que les tengo una fe tremenda porque me traen todo lo que pido y más…je, je…).

Bueno, volvamos al tema… que me llevé una gran alegría ¡la hija de Johanna Theresia escribiendo al Christkindl y pidiéndole regalillos! ¡Qué bonito! Le hice un escáner al documento y me fui tan contenta a casa. Pero ahí no acaba la cosa.

Como bien sabéis, mis embajadoras eran muy muy muy católicas: devotas de la Virgen y de todos los Santos. Johanna Theresia, la madre de Rosa, llegó a fundar en Viena el monasterio  de los Trinitarios blancos españoles en la calle Alser, era coleccionista de reliquias y se trajo de España un escaparate con un niño Jesús de procesión  que colocó en sus aposentos. Las familias nobles más cercanas al emperador Leopoldo I debían demostrar continuamente su catolicidad y su firme compromiso con el proceso Contrarreformista. Por eso, cuando en uno de mis habituales cafés con Alexander, éste me dijo que el Christkindl era protestante me quedé de piedra. -¡Pero si Rosa escribía al Christkind!!!- le respondí. -¿Es que el Christikindl era «usanza» protestante en aquella época? -Pues resulta que sí.

En la actualidad el Christkind «viene» a las casas de católicos pero en la época de mis embajadoras el niño alado era de «uso» exclusivo de protestantes ¿Cómo podía ser eso? ¡Pero si mis embajadoras eran más católicas que nadie!, o al menos, eso creía yo… En fin, aún no he resuelto el misterio de la carta de Rosa al Christkindl.

Según me contó Alexander, el Christkind fue implantado por Martín Lutero para desterrar a San Nicolás de los hogares protestantes. Nicolás era obispo de Myra pero un santo al fin y al cabo. El Christkind se ajustaba más a su espíritu reformista así que Lutero decidió que sería éste el que  visitaría a los niños protestantes y no el día 6 de diciembre como hacía Nikolaus, sino la noche del 24, coincidiendo con la Nochebuena. El Christkind no se introduciría en los países católicos hasta el siglo XIX… y la carta de Rosa está fechada aproximadamente en los años 1681-82.  ¿Cómo se había «colado» en Christkind en su familia? El hecho de que Rosa se refiera a él como el «Chrsitkindl Jesu» y no como el «Christkindl» a secas, complica aún más las cosas. El «Jesu» ¿Quizás lo hace «más católico»?… Más bien lo hace más enigmático.

A mí se me ocurre una interpretación pero si a vosotros se os ocurre otra estaré encantada de leerla.

Creo que el Christkindl de Rosa es cosa de su abuela Judith Rebecca von Lamberg (nacida Wrbna), otra de mis embajadoras (por su matrimonio con el conde de Lamberg) y madre de Johanna, la condesa de Harrach. Judith Rebecca, cuando su nieta Rosa escribió la carta, tenía unos 70 años, 57 de los cuales había vivido como católica, pero no los 13 primeros…

Judith Rebecca, la flamante abuela de Rosa, había nacido en tierras bohemias en 1612. Su padre, Georg Bruntalsky z Vrbna (Würben), era un aguerrido protestante que servía como consejero al emperador Rodolfo II. Su madre Elena von Vrbna, educó a Judith Rebecca y su hermano en la fe luterana y en ella crecieron los dos pequeños hasta que el destino truncó sus vidas. Tras la batalla de la Montaña Blanca el 8 de noviembre de 1620, Georg fue apresado y condenado a muerte. Gracias a la mediación de amigos poderosos, la pena le fue conmutada por la confiscación de gran parte de sus bienes. Casi en la miseria , el padre de Judith, falleció cuando ésta contaba con trece años de edad. Ella, su hermano y su madre tuvieron que convertirse al catolicismo e instalarse en Viena. Judith inició su nueva vida católica sirviendo en la corte imperial como dama de las archiduquesas. Su madre se volvió a casar con un noble católico y su hermano se hizo jesuita. Cuando en 1635, Judith Rebecca se casó con el conde de Lamberg, había vivido más años como protestante que como católica. ¿Hablaría a sus hijos del Christkind? y en concreto a ¿Johanna, la futura madre de Rosa? Podría ser que la creencia en el Christkind se hubiera mantenido en la familia como un rito íntimo, recluido en las esferas más domésticas y, por tanto,  apartado de la oficialidad católica que los Harrach mantenían.

Quizás las prácticas de religiosidad de estas familias que consideramos «puramente» católicas, sean mucho más complejas y estén delicadamente salpicadas por modismos de tinte luterano;  como el dulce «Christkindl Jesu» de la menor de los Harrach, que su abuela  Judith Rebecca atesoró en sus infantiles nochebuenas praguenses previas al estallido de la Guerra de los Treinta Años.  La muerte de su padre y su obligado proceso de re-catolización supuso el fin de «casi» todos sus hábitos protestantes… porque en lo más profundo del corazón de Judith, se quedó el Christkind, un recuerdo de la infancia con su padre que supo trasmitir con la discreción adecuada a su hija Johanna, y  ésta, a su pequeña Rosa.

Aquí dejo parte de la traducción de las inocentes palabras que Rosita dedicó al Chirtstkind:

«Queridísimo Christkindl Jesu: Quería pedirte un abrigo, un corpiño, encajes y medias de seda… si me traes lo que te pido, te prometo que me esforzaré todo lo que pueda en aprender a leer y escribir… Rosa de Harrach». (La carta no la había escrito de mano propia, de ahí que prometiera al Christkindl aplicarse más en las tareas de escritura).

¿Le trajo el Christikindl lo que pedía? Nunca lo sabremos, pero sí que Rosita le escribió con su lista de regalos. Una lista, por cierto, bastante práctica. A sus cinco añitos, Rosita debía empezar a vestir como las adultas, y a este rito de paso tan importante en el crecimiento de la niña, bien podría contribuir el Christikindl con un corpiño y demás aderezos…

Ojalá, la noche de este 24 de diciembre de 2015 el Christkindl se asome a las ventanas de todos los niños del mundo, sin distinción alguna. Y que les traiga medias, abrigos, encajes y  todo lo que necesiten… todo aquello que Rosita olvidó escribir en su carta.

Para saber más: ver estudio de este documento por Gerald Theimer «Archivalen des Monats» en la web del Österreichsches Staatsarchiv (1.09.2007).

 

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De la apoplejía a la enfermedad vampírica: el ámbar gris.

Un frío 30 de enero de 1716 Johanna Theresia Harrach, viuda de Fernando Bonaventura Harrach y ex-embajadora de España en el Imperio, sufrió un ataque de apoplejía. Con 77 años cumplidos tenía pocas posibilidades de salir con vida, aún así trató de buscar remedio y encargó a la farmacia Zum Weisen Engel, que distaba a pocos metros de su casa, una lista de remedios entre los que figuraba el ámbar gris. De nada sirvió pues apenas dos días después, el 2 de febrero de 1716, Johanna falleció en su palacio de Freyung en Viena.

En el testamento dejó escrito que la enterraran en un ataúd de cobre y con el hábito de los trinitarios blancos que desde años atrás guardaba en una de sus arcas. Su cuerpo, tal y como expresó, fue depositado en la cripta familiar de los Harrach en la iglesia de los Agustinos de Viena. Y allí yace; no así el de otra aristócrata que falleció también en Viena un cuarto de siglo más tarde (1741): Eleonora Amalia von Schwarzenberg.

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Eleonora era viuda como Johanna, había demostrado con creces su valía como administradora de sus dominios en Bohemia y tenía un hijo varón que había recibido el Toisón de Oro a la friolera edad de diez años. Sin embargo no gozó del honor de descansar eternamente junto a sus familiares en la iglesia del Hofburg. En su testamento, que posiblemente fue falsificado, dejó escrito que depositaran su cuerpo en la pequeña iglesia parroquial de Krumau, el pueblo bohemio donde tenía su castillo. Sólo el párroco, unos monaguillos y algún curioso asistieron al funeral. El banco reservado para su hijo permaneció vacío. ¿Por qué? Porque al morir, Eleonora se había convertido en un vampiro (según sus contemporáneos), cosa que no había ocurrido con Johanna, a la que los trinitarios blancos llamaban «madre amantísima».

Johanna «la madre amantísima de los trinitarios», y Leonore «la princesa vampira» tenían bastante en común y, sin embargo, sus respectivas memorias tuvieron destinos bien distintos.

Pero empecemos por el principio… en 1701, Eleonora Amalia von Lobkowicz se casó con Adam Franz von Schwarzenberg, ella tenía 19 años y él 21. Johanna Theresia, que por aquel entonces aún no era viuda, informó a su hijo Alioisio (embajador en España) de la celebración de aquel afamado matrimonio en Viena.

El matrimonio tuvo una hija en 1706, el año en el que murió el marido de Johanna. La condesa de Harrach se quedó viuda al tiempo que Eleonora Amalia se convirtió en madre, aunque de una niña. Aún con todo, la probada fertilidad de su vientre alimentó las esperanzas de otorgar un heredero varón a su esposo, el distinguido príncipe de Schwarzenberg.

La condesa de Harrach, al quedarse viuda, multiplicó sus actos de piedad: incrementó sus visitas a la iglesia de la Santísima Trinidad, ordenó convenientemente sus cartas-reliquia en la capilla de su palacio y rezó por sus amigas ya fallecidas, entre ellas la condesa de Trautson, otra ex-embajadora de Alemania. Johanna se volvió muy devota pero no renunció su placer matutino: el chocolate, ni tampoco al uso de todo tipo de medicinas  con el fin de conservar la salud. Múltiples perfumes empezaron a poblar las estancias de su palacio… la condesa hizo rociar sus habitaciones con jeringas llenas de aguas perfumadas, colocó búcaros rellenos de aguas de olor que ella misma confeccionaba e hizo bálsamos y ungüentos para aliviar sus males. Nada de esto era raro entre las mujeres (y los hombres) de la nobleza, que solían pasarse recetas medicinales como si de secretos se trataran. Johanna disponía de varios recetarios, entre ellos el recetario de perfumes del malogrado VII Duque de Montalto.

La condesa viuda también cultivó plantas medicinales en su jardín siguiendo los dictados de su marido fallecido, gran aficionado a la botánica, y guardó con mimo todos los manuscritos de alquimia que éste había acumulado en los últimos años de su vida. Tampoco se olvidó de conservar las cartas astrológicas de ambos que les había hecho el astrólogo Adriano Nigosanski en París en 1673. En las facturas conservadas de esos años aparece, cómo no, el ámbar gris, secreción biliar de cachalote, considerado entonces un perfume con altos poderes medicinales.

En 1711, cuando la condesa de Harrach se gastaba fortunas en chocolate con el fin de permanecer joven más tiempo, Carlos VI fue nombrado Emperador. Comenzó así la meteórica carrera de Adam von Schwarzenberg: El marido de Eleonora recibió de manos del nuevo Emperador el cargo de Gran Mariscal de palacio ese mismo año y el codiciado Toisón de Oro en 1712. Johanna fue testigo de estas mercedes, el Toisón también había adornado el pecho de su marido tiempos atrás, en 1665. La condesa de Harrach estaba en la etapa final de su vida y el matrimonio Schwarzenberg comenzaba a ascender… al príncipe le esperaba una prometedora carrera a la que su mujer podía contribuir si le daba un hijo varón.

Cuando Johanna Theresia muere en enero de 1716, Eleonora aún no había tenido a ese ansiado heredero. Hacía 10 años que había dado a luz a su hija Mariana y se estaba empezando a impacientar… En 1719 y con el fantasma de la infertilidad a sus espaldas, los Schwarzenberg recibieron una inesperada herencia: el castillo de Krumau   y sus posesiones en Bohemia. La tía de Adam, casada con el último conde de Eggenberg había muerto viuda y sin hijos, y no había dudado en hacer a su sobrino heredero universal de las posesiones de su difunto marido.

Adam reconstruyó el castillo de Krumau convirtiéndolo en lo que es hoy y se trasladó allí con su esposa e hija. Fiestas y cacerías llenaron la vida de los Schwarzenberg en su renovada residencia. Todo parecía sonreírles, pero algo torturaba a la princesa Eleonora: no se quedaba embarazada. Como otras nobles de su tiempo deseosas de cumplir con «su obligación», Eleonora recurrió a toda clase de remedios, entre ellos consumir ámbar gris. Aunque lo que más asustó al pueblo de Krumau fue que la princesa recurrió a la leche de loba para aumentar su fertilidad.

Eleonora ordenaba ordeñar a las lobas por la noche, tarea complicada pues aullaban de manera aterradora. Entre los habitantes de Krumau pronto se difundió el rumor de que la princesa no sólo se bebía la leche de ese animal del demonio, sino también su sangre.

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La sorpresa fue mayúscula cuando la condesa con 40 años se quedó embarazada, y más aún cuando dio a luz a un hijo varón. El niño fue bautizado como Josef Adam de Schwarzenberg, corría el año 1722.

Se inició así una etapa de esplendor en la vida de los Schwarzenberg pues al año siguiente de nacer su heredero, Adam Franz fue nombrado caballerizo mayor de Carlos VI. Eleonora se hizo retratar junto a su hijo en traje de caza en 1726. La felicidad había llegado por fin al palacio de Krumau. Aunque en el pueblo de Krumau nadie pudo olvidar que la condesa había engendrado a su vástago por medios más que sospechosos.

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Por eso, cuando en 1732 el príncipe de Schwarzenberg fue alcanzado erróneamente por una bala del emperador en el transcurso de una cacería, más de uno pensó aquella desgraciada muerte era un castigo divino por las prácticas demoníacas de su esposa. Carlos VI, llevado por la culpa, concedió a la viuda princesa de Schwarzenberg una pensión de nada más y nada menos que 5.000 florines. Además concedió a su hijo de diez años el Toisón de Oro que ya había recibido su padre en 1712. Josef Adam se quedó en Viena bajo el amparo de Carlos VI.

Eleonora se refugió en su palacio de Krumau. Desde allí administró los territorios de su difunto marido con suma inteligencia y buen hacer hasta que una extraña enfermedad empezó a perturbar sus noches… Eleonora se sentía agotada, dolorida, aquejada de un mal que ningún médico acertaba a diagnosticar. Gran aficionada a las recetas médicas, como Johanna, se gastó su pensión en comprar grandes cantidades de sustancias profilácticas con el fin de elaborar ella misma sus propios remedios. Aconsejada por uno de sus galenos, comenzó a fumar tabaco y volvió a consumir ámbar gris.

Delgada y pálida como una muerta, la condesa empezó a pasar las noches en vela. Las ventanas del imponente castillo de Krumau se iluminaban por la noche con las velas que la princesa encendía en medio de pesadillas y sudores fríos. Sus vasallos dedujeron que su señora no había contraído una enfermedad cualquiera… su mal sólo podía ser de origen vampírico. La propia Eleonora empezó a creer que estaba vampirizada y que a su muerte se convertiría en una vampira.

Los habitantes de Krumau creían firmemente en los vampiros. Los vampiros eran muertos vivientes que salían de sus tumbas para vampirizar a vivos que morirían en una profunda agonía y que a su vez se convertirían en nuevos vampiros. Para neutralizar a los vampiros había que realizar un ritual específico a los cadáveres vampirizados: se les cortaba la cabeza y se colocaba entre sus piernas, luego se les ponía una piedra en la boca para que no pudieran morder a otros cadáveres, después se les clavaba una estaca en el corazón, y finalmente se les ponían grandes piedras sobre las extremidades para que quedaran totalmente inmovilizados. Por supuesto, se les enterraba a las afueras de los pueblos, nunca en sagrado. La creencia en estos seres se había extendido por  Europa central desde principios de aquel siglo XVIII, hasta el punto de que la palabra vampiro había aparecido por primera vez en un diccionario alemán en 1732, seis años antes de que Eleonora contrajera su enfermedad.

El comportamiento de Eleonora se volvió cada vez más excéntrico. Dejó apartados sus trajes de viuda y empezó a vestirse con lujosos vestidos para recibir a médicos y nigromantes. Su cuerpo cadavérico envuelto en sedas y terciopelos de colores debió espantar a más de uno. Sus criados observaron cómo su señora escondía entre los muebles trozos de papel con signos y conjuros de dudoso origen. ¿Acaso la princesa era una bruja? Una factura de Eleonora fechada el 30 de abril (noche de las brujas) de 1739, conservada en el archivo de Krumau, contiene más de sesenta preparaciones que debió utilizar la princesa con el fin de frenar su dolencia. Los médicos que la atendían en Krumau sólo acertaban a practicarle sangrías que sólo hacían palidecer aún más su rostro.

Alarmado por los rumores que llegaban de Krumlov acerca de la enfermedad vampírica de la princesa viuda de Schwarzenberg, Carlos VI envió a su médico personal: Gerstoff, especializado en casos vampíricos. Gerstoff visitó a la enferma y ordenó su traslado a Viena con el fin de que ésta recibiera el tratamiento adecuado. Eleonora se instaló en su palacio vienés (ver imágenes) y allí murió el 4 de mayo de 1741, quizás como Johanna, utilizando el ámbar gris como remedio.

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A las pocas horas de su muerte, se le practicó una autopsia, algo nada habitual entre la nobleza. Los médicos que la practicaron cobraron un dineral por miedo al contagio. El objetivo de abrir su cuerpo no fue tanto averiguar la causa de la muerte (de la que estaban bastante seguros) sino practicar el rito contra los vampiros de manera más elegante. Cortar la cabeza a la princesa y colocarla entre sus piernas no habría resultado demasiado decente para una noble de la familia Schwarzenberg, por muy vampira que fuera.

Inmediatamente después de la autopsia, el cadáver salió en carruaje hacia Krumau. El cochero que portaba el cadáver hizo correr a los caballos para que llegaran lo más rápidamente posible a su destino. La muerta Eleonora viajó deprisa hacia su destino final: Krumau y no los Agustinos de Viena, donde reposaba la condesa de Harrach.

El entierro se celebró de noche en la iglesia parroquial de San Vito. Los habitantes de Krumau portaron antorchas y rezaron por el alma de la que seguramente era una vampira. No sabían que los familiares de la muerta habían dejado estipulado que su ataúd se rellenara de tierra sagrada y que su cuerpo fuera empalado. Parece que todas las precauciones fueron pocas para que Eleonora no saliera de su tumba. Su retrato también sufrió una decapitación póstuma: su cabeza fue recortada.

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El pánico se desató en el pequeño pueblo de Bohemia tras la muerte de Eleonora. Los ritos contra los vampiros proliferaron desatando una verdadera fiebre profanadora. Numerosos cadáveres fueron quemados, sepultados con grandes piedras y decapitados. La locura fue tal que en 1755 la emperatriz María Teresa tuvo que enviar una comisión de investigación a Bohemia para determinar si existían o no los vampiros. Los médicos investigadores del caso llegaron a la sabia conclusión de que los vampiros nunca habían existido. Pero ya era demasiado tarde para Eleonora que, para los habitantes de Krumau y el resto de Bohemia, siguió siendo la princesa vampira.

Tal fue la fama de Eleonora que su historia inspiró el poema Lenore (1773) de Gottfried August Bürger. Lenore es una novia que, desesperada por la muerte de su prometido en la guerra de los Siete Años, reniega de Dios. Su prometido regresa en forma de muerto viviente y se la lleva cabalgando hasta Bohemia; allí llegan a un cementerio donde los muertos (vampiros) los reciben. Lenore se convierte en uno de ellos.

El poema fue seguramente leído por Bram Stoker. Las huellas de Eleonora también aparecen en su novela Drácula. Stoker pensó en iniciar Dracula con un ataque de vampiros en un cementerio donde una princesa austriaca vampira se levanta de su tumba; junto a ella aparece un lobo. La referencia a Eleonora es bastante clara. Detrás de la tumba de la princesa ponía, según Stoker: «Los muertos viajan deprisa», un verso del poema Lenore de Gottfried August Bürger. Tan deprisa como viajó la muerta Elonora von Schwarzenberg de Viena a Krumau.

Johanna Theresia fue una muerta muy distinta a Elonore. Vestida con su hábito, viajó despacio y solemnemente hacia la cripta de los Agustinos. Quién sabe qué hubiera pasado si en vez de morir en apenas dos días hubiera contraído el cáncer de cérvix que acabó lentamente con la vida de la princesa Eleonora. Los años de agonía y el desespero por encontrar una cura fueron claves para ser declarada vampira.

El ámbar gris servía para todo y para nada. No curó la apoplejía de la condesa de Harrach, tampoco el cáncer de la princesa de Schwarzenberg. Eso sí, debió procurarles buen olor y la dulce sensación de una pronta sanación.

Bibliografía:

  • Archivos vieneses.
  • Die Vampir Prinzessin, Ein film von Klaus T. Steindl und Andreas Sulzer, Bundesministerium für Unterricht, Kunst und Kultur. Österreich. (Agradezco mucho a Alexander Sperl el haberme facilitado este interesantísimo documental)
  • http://www.zdf.de/terra-x/die-unheimliche-fuerstin-5247700.html
  • Oliván, Laura: «Johanna Theresia Lamberg (1639-1716): the Countess of Harrach and the cultivation of the body in Madrid and Vienna» en Joan Lluís Palos y Magdalena Sánchez (eds.):Early Modern Dynastic Marriages and Cultural Transfer, Ashgate, 2016.

Lisboa, el chocolate y el azul.

azulejos-vista-de-lisboaLisboa es una ciudad preciosa aunque la última vez que estuve (el pasado mes de julio) no tuve casi tiempo de sumergirme en su universo azul y sus aires atlánticos que tanto ayudan a comprender su impactante pasado colonial. En ese viaje tenía que centrarme en la II conferencia internacional de CHAM, titulada: Knowledge Transfer and Cultural Exchanges, que se celebraba en la Universidad de Lisboa.

En especial me gustó el paper de mi amiga Diana Carrió: The Count of Peñaranda: Images of diplomatic negociation (1645-1658). Para ilustrar las complejas relaciones entre las imágenes, el arte y la diplomacia en las negociaciones de las paces de Westfalia, Diana nos presentó varias obras del pintor holandés Gerard ter Borch. Entre ellas la de un soldado solitario a lomos de su caballo; un cuadro bellísimo y violentamente romántico. Casi no pude creer que fuera pintado en el siglo XVII. Otra de las obras que nos mostró fue la firma de las paces de Westfalia en Münster. La sala que se muestra en el cuadro se conserva en el ayuntamiento de esta ciudad y se puede visitar. La paz se firmó un 30 de enero y se ratificó un 15 de mayo, por lo que dentro de unos días se cumplirán los 367 años del acontecimiento. En el cuadro de Ter Borch aparece Peñaranda junto a un buen número de plenipotenciarios entre los que debía estar el conde de Lamberg, el marido de una de mis embajadoras. Su paso por Münster y Osnabrück y su participación en las negociaciones de paz, además de los contactos que hizo con ministros españoles le valió para ser nombrado embajador del Imperio en Madrid en el año 1653. Lamberg acudió a la capital de la monarquía española con su mujer, Judith Rebecca, y sus hijos entre los que se encontraba Johanna Theresia, la futura condesa de Harrach.

Conmovida por la belleza del soldado de Ter Borch, me quedé mirando el cuadro de las paces de Münster proyectado por Diana y busqué a Lamberg sin resultado… aunque sin duda debía estar allí presente.

En el descanso bajé a tomar pastel de chocolate. Tenía que recuperar energías para presentar mi paper: Chocolate and Quixotes: Imperial Ambassadresses in Madrid and their role as cultural agents in Vienna (1650-1700). Precisamente, el conde de Lamberg y su mujer fueron grandes consumidores de este producto que luego exportaron a la corte de Viena.

A las seis y media de la tarde y con un calor de justicia comenzó mi panel: Sensuality, Courtesy and Devoción: Cultural Exchanges between European Courts (1650-1700). Mercedes Llorente y Rocío Martínez eran mis compañeras.

Esa cultura estilada en la corte de Madrid que las embajadoras del Imperio asimilaron en España y que posteriormente difundieron en el Imperio se componía de objetos, hábitos de consumo, así como de costumbres cosmopolitas y multiculturales a las que no siempre les ‘sienta bien’ el calificativo de ‘españolas’, ya que en cierto modo eran el resultado de una cultura global que confluyó en el Alcázar y sus aledaños. El chocolate era un producto compuesto por productos provenientes de las Indias como las vainillas de Jamaica o el cacao de Caracas, aunque fue en España donde se crearon recetas especiales que luego se exportaron al resto de cortes europeas. Con los búcaros pasaba algo parecido: los barros provenían de Portugal o de América y una vez en Madrid,  se «aderezaban», es decir, se llenaban con aguas perfumadas elaboradas con recetas italianas, españolas o ítalo-españolas. El producto final era fruto de un elaborado encuentro entre culturas diversas.

En el debate del paper surgieron muchas cuestiones: si el hecho de que fueran mujeres las principales consumidoras y «practicantes» de esta cultura generó algún tipo de contestación; si esta sociabilidad femenina generada en torno al estrado tuvo un carácter hedonista; o cuál fue el significado de la materialidad de algunos objetos, por ejemplo, los libros.

Traté de contestar lo mejor que pude a cada una de las cuestiones: que fueran mujeres las principales difusoras de esta cultura exótica no produjo controversias ni rechazos palpables, pues su condición de nobles y embajadoras siempre estuvo por encima de su condición mujeril. Con respecto al hedonismo, éste siempre estuvo presente en un tipo de sociabilidad de toque intimista en el que las mujeres trataron de evadirse de las melancolías cortesanas estimulando los sentidos -sobre todo el gusto y el olfato- hasta límites insospechados, casi patológicos.

Los objetos en la edad moderna podían tener muchas significaciones. Un objeto era y significaba lo que un particular o una cultura determinada quería que significara. Por ejemplo: un libro, como ahora, podía servir para pasar un buen rato, reír, llorar, rezar, aprender y experimentar, o podía ser utilizado para decorar una estantería, presumir ante una visita o simplemente para ser contemplado. Igualmente podía convertirse en un objeto íntimo si se leía dentro de la cama como los devocionarios de Johanna Theresia Harrach, y en objeto público si se leía en voz alta en una reunión entre amigos. O convertirse en un objeto catártico: El Quijote desencadenó risas terapéuticas.

Y finalmente, un libro también podía ser un objeto ‘vivo’ si así lo quería su dueño, como el volumen de Comedias Escogidas que llegó a manos de la condesa de Harrach; su anterior propietario escribió en la contraportada: «Soy de Francisco Sánchez Mejías, natural de Villacastín». Para aquel Francisco, su libro le era tan amado que le dio vida propia, como demuestra este particular ex-libris.

Por la noche volví al hotel. Busqué en internet Las paces de Westfalia de Ter Borch y creí encontrar al conde de Lamberg justo detrás de Peñaranda. Su mirada me transportó al siglo XVII, al sabor del chocolate, al perfume de los búcaros. Luego busqué al jinete barroco y pensé: ¿Qué sabría ese soldado solitario de Quijotes y quimeras? Parecía derrotado, cansado de una vida de infortunios y derrotas. Qué distinta debió ser su melancolía a la que pudo sentir Peñaranda o Lamberg. Ellos tenían a mano el chocolate y al Quijote para huir de aquella enfermedad tan cortesana. Pero aquel hombre agotado en su cabalgadura… creo que él no entendía de esa pesadumbre susceptible al hedonismo, la suya era distinta, más profunda, casi irremediable… una melancolía que Ter Borch supo captar. ¿Acaso no será el pintor de las tristezas barrocas?

Al día siguiente, Lisboa amaneció azul.
De ratificatie van de Vrede van Munster

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Gerard-ter-Borch-Man-on-HorsebackBodegón_con_servicio_de_chocolate_-_Museo_del_Prado

Para saber más:

Proyecto de invetigación de Diana Carrió-Invernizzi: Redes diplomáticas y encuentros culturales en la monarquía hispánica (1500-1700). Web: https//rediplo.hypotheses.org.

Bianca Lindorfer: «Aristocratic Book Consumption in the Seventeenth Century: Austria Aristocratic Book Collectors and the Role of Noble Networks in the Circulation of Books from Spain to Austria», en Natalia Maillard Álvarez (ed): Books in the Catholic World during the Early Modern Period, Leiden-Boston, Brill, 2014.

Bianca Lindorfer: «Las redes familiares de la aristocracia austriaca y los procesos de transferencia cultural: entre Madrid y Viena, 1550-1700», en Bartolomé Yun Casalilla (ed): Las redes del Imperio. Élites sociales en la articulación de la monarquía hispánica, 1492-1714, Madrid, Marcial Pons Historia, 2008, pp. 261-288.

La rosa de Terezín

Durante el transcurso de una entrevista, Helga Weiss, una señora checa de 86 que pasó tres años de su infancia presa en varios campos de concentración, respondió de manera bastante breve a la pregunta: «¿Qué le hace feliz en la vida?». La afable anciana acertó a decir: «Tener familia y amigos», acto seguido unas lágrimas de emoción asomaron a sus ojos. Helga es conocida por el diario que escribió durante su cautiverio en Terezín y por los dibujos que allí realizó, estremecedores testimonios gráficos de lo que nunca debió suceder. Su padre, que moriría gaseado, le dijo: «Pinta lo que veas», y Helga obedeció.

Terezín es un pueblo de la República Checa que se encuentra a una hora de autobús de Praga. Fundado por la emperatriz María Teresa en el siglo XVIII, se compone de dos fortalezas militares: una grande donde los soldados se agrupaban en diversos cuarteles repartidos en los alrededores de una gran plaza, y otra pequeña que sirvió en la época de prisión militar. Allí fue a parar en 1914 Gavrilo Princip, perpetrador del atentado de Sarajevo. Princip falleció cuatro años después de su encarcelamiento tras  amputarle una pierna por gangrena. Por aquel entonces la fortaleza grande albergaba un pueblo más o menos normal donde vivían civiles y militares. Unos años más tarde, concretamente en 1941, Terezín y sus dos fortalezas pasaron a engrosar la larga lista de puntos negros del nacionalsocialismo.

Tras ocupar la República Checa y convertirla en el Protectorado de Moravia y Bohemia, los nazis iniciaron las deportaciones en masa de judíos y eligieron Terezín para crear un gueto «modélico» en el sentido más irónico de la palabra, porque los nazis utilizaron el pueblo para representar una esperpéntica pantomima con motivo de una visita de la Cruz Roja Internacional; incluso filmaron un video propagandístico donde se obligó a sonreír a niños y adultos con promesas vanas de libertad.

Pero Terezín distaba mucho de ser lo que la Cruz Roja, inocentemente, o quizás no tanto, se «tragó». Las familias vivían separadas; niños, hombres y mujeres estaban sometidos a trabajos forzados, las condiciones sanitarias eran inexistentes: el tifus campó a sus anchas y una aguda encefalitis se llevó a la tumba a cientos de prisioneros. 17000 personas llegaron a malvivir a la vez en Terezín cuando el pueblo estaba preparado sólo para 7000. Helga Weiss pasó en Terezín 3 años hasta que un día le hicieron subir a un tren atestado de mujeres y niños como ella (tenía 14 años) con parada en Auschwitz. Antes de abandonar aquel pueblo-prisión, Helga entregó sus dibujos y su diario a su tío. Él lo escondió entre las paredes de uno de los cuarteles de Terezín hasta el final de la guerra. Gracias a este gesto, el testimonio de esta niña ha llegado hasta nuestros días. De los 15000 niños que salieron de Terezín en diferentes transportes con destino al infierno, sólo 100 regresaron y Helga fue uno de ellos. 

Quizás los lector@s se pregunten qué tiene que ver toda esta historia de Terezín y los dibujos de Helga con las embajadoras del Imperio en el siglo XVII. Pues resulta que tiene que ver y mucho…

El verano pasado andaba yo buscando la biblioteca de la condesa Johanna Theresia von Harrach, embajadora del Imperio en Madrid entre los años 1673 y 1676. Sabía que en su testamento, Johanna había dejado sus libros en castellano a su hija Josefa. Josefa sabía hablar, leer y hasta cantar en español; lo que animó a su madre a legar aquella colección a su primogénita.

Josefa recibió aquellos libros en 1716 cuando su madre falleció. Como estaba casada con el conde de Kuenburg, familia originaria de Salzburgo pero con importantes propiedades en la República Checa, la colección fue a parar a uno de sus palacetes checos: Mladá Vozice, donde Josefa debió residir algún tiempo. En aquel elegante edificio fue descubierta biblioteca a finales de los cincuenta del siglo XX. Lo más llamativo de aquella biblioteca recién descubierta fue el manuscrito de la obra de Calderón: Eco y Narciso, firmado por el mismo autor. Todo un hallazgo.

En el año 2005, Robert Archer fue a Malá Vozice a estudiar la biblioteca. Realizó un estupendo inventario de las obras y publicó un capítulo con los resultados de sus investigaciones en el que indicaba que las obras tenían ex-libris. Yo quería ir a toda costa a Mladá Vozice a ver esos libros. Pregunté entre mis contactos checos y me dijeron que la biblioteca ya no estaba en el pequeño palacete de la familia Kuenburg sino en un pueblo llamado Terezín (Theresienstadt en alemán) del que yo nunca había oído hablar. Desde entonces hasta ahora he estado dos veces en Terezín.

Mi primera visita a Terezín fue en noviembre el año pasado y me acompañaba una amiga. Quedamos con el bibliotecario de Terezín en la estación de autobuses. Yo ya me había documentado y sabía que el pueblo tenía al lado un campo de concentración y, efectivamente, antes de llegar al pueblo apareció ante nuestros ojos un gran cementerio delante de una pequeña fortaleza. El autobús sin embargo se metió en otra fortaleza más grande, donde estaba el pueblo. Bajamos en una  gran plaza que estaba completamente vacía. La atravesamos junto al bibliotecario y éste nos explicó que el gran edificio que teníamos al lado era un sanatorio donde estaban internos enfermos mentales… vaya, qué triste, pensé. Seguimos adelante y llegamos a un edificio completamente renovado donde se encontraba la biblioteca. El bibliotecario nos dejó subir a las dos hasta el depósito. Recorrimos largos pasillos recién pintados y nos subimos a un ascensor modernísimo que hablaba y todo -«primer piso»- decía, -«segundo piso»- etc.. se abrió el ascensor y nos metimos en una habitación donde estaban todos los libros en estanterías móviles. Llevábamos una larga lista y el bibliotecario, pacientemente, nos sacó todos los libros pedidos, los puso encima de una mesita con ruedas y nos acompañó a la sala de lectura que estaba en el entresuelo. La sala era estupenda, toda nueva y con mesas grandes. Además podíamos hacer todas las fotos que quisiéramos. ¡Estupendo!

Mi amiga y yo no podíamos estar más contentas. Empezamos a ojear los ejemplares, a cual más interesante: allí estaban los manuscritos de las obras teatrales de Calderón, encuadernadas en ediciones de lujo que sólo una mujer como la condesa de Harrach podía haber atesorado. Los títulos de los impresos no eran menos importantes: 53 libros de los cuales 27 eran devocionarios, vidas de santos o de tema religioso; 6 de literatura española: dos Quijotes de Cervantes (1647 y 1671), el Poema Trágico de Céspedes y Meneses, un poemario de Sor Juana Inés de la Cruz, El Parnaso de Quevedo y un epistolario de Santa Teresa. Además, tenía había una Descripción del mundo y un libro del Juego de Damas. Pero lo más fascinante eran las 186 obras de teatro español repartidas en 15 tomos. Una biblioteca como aquella en ese pueblo… era increíble. En uno de los ejemplares apareció una hojita seca… frágil, menuda, pero centenaria. Me inspiró respeto, apenas la toqué.

Hicimos un descanso para comer, llevábamos un par de bocadillos y salimos a la plaza a comérnoslos. La plaza estaba vacía… bueno, vimos pasear a un par de locos que hablaban solos. Seguimos comiéndonos nuestros bocadillos. Era noviembre y hacía frío pero estábamos tan contentas con nuestro descubrimiento que  ni nos enteramos de la adversa climatología. Eso sí, nos acercamos a tomar un café a una cafetería que había detrás un edificio que ponía «Memorial» y que adivinamos que sería algún museo dedicado a los judíos del campo de concentración cercano. Entonces no sabíamos que el pueblo también había sido gueto-prisión. La cafetería era coqueta, pequeña y agradable, nos dieron un buen café con leche acompañado de una galletita envuelta en papel transparente con una notita en la que ponía que había sido elaborada por los internos en el manicomio del pueblo; junto a la nota había una foto del enfermo que había hecho la galleta. «Qué tierno», pensé en ese momento. El café nos sentó de maravilla, estábamos muy animadas. Volvimos con los libros a terminar la tarea.

A eso de las cinco de la tarde, recogimos nuestras cosas, salimos del edificio y regresamos a la plaza de Terezín para coger el autobús de vuelta a Praga. Fue entonces cuando me fijé en una rosa, una única rosa que valientemente había salido en aquella desoladora plaza. Me pareció hermosa… qué curioso, una rosa solitaria en medio de un paraje tan estéril y en pleno mes de noviembre… Le hice una foto. Al poco llegó el autobús. Nos subimos, vimos alejarse la fortaleza grande, luego el cementerio que precedía a la fortaleza pequeña. Se fueron sucediendo los campos invernales y llegamos a Praga contentas y satisfechas; yo un poco intrigada por el extraño ambiente de Terezín… aquellos edificios destartalados, la plaza fantasmagórica, la casa donde ponía «Memorial», y ese extraño sanatorio donde se hacían galletitas para acompañar el café. Bueno, volveré, me dije. Aún me quedaban libros por consultar.

Mi vuelta a Terezín ha sido este pasado mes de mayo. La historia se repitió: fui a la estación de autobuses (esta vez no me acompañaba mi amiga). Cogí el autobús con el bibliotecario, llegamos a Terezín y atravesamos la plaza. Esta vez había más gente. En el autobús había turistas que había venido a visitar el campo y el pueblo. Entramos en el edificio donde se almacenaban los libros. Le dije al bibliotecario que el sitio estaba estupendamente restaurado y me respondió que había sido un antiguo cuartel del siglo XVIII donde habían vivido soldados. Pasé la mañana con los libros: esta vez estuve estudiando varios devocionarios minúsculos que la condesa leía en la cama antes de levantarse o al acostarse. Me encantaron…Volví a revisar las obras de teatro, La vida de Magdalena de Pazzis que había pertenecido a la madre de Johanna, y los dos Quijotes. También me detuve a contemplar y medir el señalador de libros que la propia condesa había fabricado para no perderse en sus ratos de lectura.

Terminé pronto y me fui a comer a la plaza una ensalada empaquetada que había comprado en la estación de Praga. La plaza estaba más concurrida que la vez pasada: una pareja de turistas americanos entrados en años pero muy ágiles se sentaron en un banco cercano al mío. -«Esos han venido a ver el campo de concentración»- pensé. En medio de la plaza un grupo de estudiantes de instituto hacían sus gamberras habituales: -«Esos han venido a visitar el campo con sus pobres profesores, pero no sé qué hacen en el pueblo tanto rato». Por delante de mí pasó una mujer toda despeinada, vestida con una especie de bata y zapatillas de andar por casa. Iba hablando sola.

Faltaba hora y media para que saliera el autobús. Estaba sola y cuando uno está solo está más propenso a la melancolía. Entonces tuve la «feliz idea» de visitar mejor aquel extraño pueblo. Me acerqué a un edificio que estaba en frente del sanatorio: en un cartel ponía que allí se habían ensayado los conciertos celebrados por los judíos de Terezín. Sabía que el gueto había tenido cierta vida cultural: teatro y conciertos, pues allí se habían concentrado familias de intelectuales, músicos y literatos. De ahí me fui al edificio donde ponía Memorial y entré. Era un museo del gueto de Terezín. Pasé a la primera sala: dibujos de niños por todas partes. Oh! terrible. La mayoría de esos niños habían acabado gaseados en Auswitz. Me empecé a sentir mal pero seguí visitando el museo: muñecos de aquellos niños, libros infantiles, fotografías del horror nazi… fui rápido. No es que no estuviera ducha en estos temas (ya conocía el campo de Mauthausen) pero es que los dibujos de esos niños… me provocaron la náusea. Salí algo perturbada del museo. La entrada me valía también para visitar la fortaleza pequeña, donde estaba el campo de concentración y la prisión. Me dirigí hacia allí. Estaba lejos, tenía que salir del pueblo y atravesar la carretera. Hacía un calor inusitado para esa época del año… como de agosto. Me costó llegar. Pasé delante del cementerio y entré en el campo, a la izquierda estaba rotulada aquella terrible frase que daba entrada a todos los campos de concentración. Pasé por debajo del macabro cartel: allí estaban los barracones, descuidados… horrorosos. También las celdas del siglo XVIII, en una de ellas había muerto Gavrilo Princip. Todo era calor, polvo, telarañas… hice algunas fotos. Había mucho que ver pero no quise ver más. Salí medio corriendo… los dibujos de los niños me habían dejado muy afectada.

Volví a la plaza, quedaba un ratito para que saliera el autobús y se me ocurrió buscar la rosa que había visto en noviembre; busqué, busqué… pero no estaba… -«Qué pueblo tan extraño éste donde no florecen las rosas en mayo… ¿Qué habrá sido de esa valiente rosa que se había atrevido a salir en noviembre cuando yo estaba tan contenta de haber encontrado la biblioteca de la condesa de Harrach?»-. La rosa de Terezín había desaparecido. Eso me dejó aún más triste. Regresé a Praga alterada, nerviosa, con un cansancio que no podía achacarse al día de calor o al trabajo. Había visto la parte más oscura de Terezín. Ahora sí que no podía entender por qué habían puesto allí un hospital para enfermos mentales. Me estremecí. Terezín está impregnada de sufrimiento. Decidí leer el diario de Helga Weiss y me enteré de lo que había sido aquel pueblo. Entendí por qué las rosas son reacias a florecer en aquella plaza. Pero yo había visto una en noviembre…

Esa rosa que en mayo ya no estaba significa para mí muchas cosas.

Resulta grotesco que la valiosa biblioteca de la condesa de Harrach con obras maestras de la literatura española que fueron escritas para divertir a sus lectores y reír a carcajadas (como las comedias de Calderón o El Quijote de Cervantes), estén atesoradas en un lugar cargado de dolor y donde la locura aún atraviesa sus calles…

Aquella rosa invernal simboliza para mí la belleza de la biblioteca de la condesa de Harrach y la valentía de Helga Weiss.

Durante la época en la que Terezín fue un execrable gueto dirigido por los nazis, los judíos allí recluidos trataron de encontrar maneras de ser libres, de sentirse seres humanos. Los habitantes organizaban conciertos, escribían poemas, declamaban sobre escenarios teatrales; los niños dibujaban, pintaban y escribían diarios. No, el trabajo no les hacía libres, lo que les hacía libres era el arte. El arte que ahora ha vuelto a Terezín con el genio de Calderón y la pluma de Cervantes, literatura barroca que quizás logre equilibrar la amargura de su pasado.

Sí, la memoria debe permanecer viva… la memoria de Helga, pero también la memoria de los libros de la condesa de Harrach. Quién me iba a decir que el destino de una embajadora del siglo XVII se cruzaría con el de una niña que vivió el horror nazi. Espero que en noviembre las rosas vuelvan a crecer en Terezín. Dos mejor que una. Por Johanna y por Helga.

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Agradezco mucho a Pavel Marek su ayuda en la búsqueda de esta biblioteca. Mis agradecimientos también al bibliotecario Radim Němeček y a la investigadora doctora Jaroslava Kašparová. Y por supuesto al profesor Robert Archer que me mandó su publicación sobre esta biblioteca y me mandó toda la información sobre el contenido de la misma, ver: Robert Archer: «Dos bibliotecas españolas de mujeres en Bohemia (siglos XVI y XVII)», en: Dones i literatura: entre l’Edat Mitjana i el Renaixement / coord. por Ricardo Bellveser, 2012, págs. 831-912.

Recomiendo también: Robert Archer, Jaroslava Kašparová y Pavel Marek (eds): Bohemia hispánica. Fondos españoles de los siglos XV a XVII, Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, Barcelona 2013.

Helga Weiss: El Diario De Helga. Testimonio De Una Niña En Un Campo De Concentración, Sexto Piso Realidades, 2013.

Mis embajadoras viajan a Berlín….

2015-03-26 10.47.55 Berlín… una cuidad en la que el pasado planta cara al futuro, aunque éste le gana el pulso con creces…, una ciudad que exhibe sin tapujos las miserias que la aquejaron convirtiéndola en cenizas y que ahora bulle llena de energía nutriéndose de un espíritu cosmopolita que no se puede encontrar en ninguna otra capital europea ¿O acaso Londres le hace competencia?, sí, esa Berlín cuyo muro opaco y gris vi caer por la tele cuando tenía diez añitos… luce ahora colorida como los paneles que ahora decoran los vestigios del telón.

Como para no adivinarlo, Berlín fue la ciudad elegida por la Renaissance Society of America para celebrar su 61 reunión anual. La sede: el edificio central de la Universidad Alexander von Humboldt, (y sus edificios adyacentes porque ¿dónde meter si no a 2300 personas?). Todo al ladito de la isla de los Museos, donde en pocos metros cuadrados se concentra la mayor cantidad de maravillas arqueológicas que he visto en mi vida.

Participar en una de las reuniones de la RSA es toda una experiencia. Esta era la segunda ocasión en la que asistía, la primera fue en Venecia y la fama laberíntica que tiene la ciudad hizo de las suyas…, lo digo porque me perdí un montón de veces; en Berlín, localizar las salas e ir de un panel a otro corriendo fue más sencillo pero no menos cansado. Lo primero que sorprende en este congreso es la cantidad de gente ¿De verdad todos van a hablar en estos tres días? ¿Tanta gente estudia sobre el Renacimiento? Bueno, para ellos el Renacimiento va desde 1300 (o antes) hasta (si me apuras) casi principios del XIX…, algo que se agradece porque así quepo yo con mis historietas de finales del siglo XVII; además puedo deslizarme al siglo XVIII con margen de error e incluso poner imágenes en el power point de nobles austriacas con pelucas a la francesa a lo Luis XIV (puse una imagen de la condesa de Harrach muy aparente).

Me tocó hablar el jueves por la tarde. La fecha y la hora que me asignaron me parecieron muy bien: el primer día (así me lo quitaba de encima) y además por la tarde, de este modo me daba tiempo a ponerme las pilas con el inglés, refrescar vocabulario y hacerme al acento americano. Perfecto.

Mi paper se titulaba: «The ambassadress and her husband: marriage and embassy in the court of Madrid (1650-1700)» y en él traté de demostrar cómo los matrimonios de embajadores del Imperio en Madrid en la segunda mitad del siglo XVII actuaban como una Arbeitspaar o pareja de trabajo. Para ello presenté el concepto de Arbeitspaar formulado por la magnífica Heide Wunder en su obra: Er ist die Sonn’, sie ist der Mond. Frauen in der Frühen Neuzeit, que salió a la luz en el año 1992. Según Wunder, el matrimonio y la familia se convirtieron a finales de la edad media en unidades de producción independientes en la economía preindustrial gracias a dos cambios económicos fundamentales: la profesionalización y la especialización en el trabajo. Estas dos transformaciones provocaron que la economía se reorganizara en hogares independientes de artesanos, mercaderes y campesinos, cuya forma de vida era el matrimonio y la familia. La Arbeitspaar se convirtió en el alma de estas «empresas» familiares. En consecuencia, las mujeres trabajaban en el sentido productivo del término. Wunder se ocupó principalmente de las mujeres de artesanos aunque mencionó también el trabajo de monjas y mujeres de la nobleza. Katrin Keller ha usado el concepto de Arbeitspaar para explicar las estrategias de poder usadas por archiduquesas, princesas y reinas en los siglos XVI y XVII.  Katrin Keller me sugirió que utilizar el concepto para los matrimonios de embajadores. Dicho y hecho: la idea de mi paper era aplicar el concepto-categoría de Arbeitspaar a los matrimonios de embajadores del Imperio que ocuparon la embajada de Madrid en la segunda mitad del siglo XVII.

Los matrimonios formados por embajador y embajadora (un título que no comportaba el cargo pero que, gracias en parte a su «indefinición», garantizaba un cierto -cuando no legítimo-margen de maniobra a las llamadas «embajadoras») no fueron ajenos a los cambios económicos que afectaron a las formas de producción en la Europa moderna. El funcionamiento económico de muchos matrimonios de artesanos resulta en cierto modo comparable (salvando las distancias sociales y de rango) a los matrimonios de la nobleza. Los nuevos discursos del matrimonio auspiciados por el Humanismo y la Reforma, pero también por la Contrarreforma -pues se tiende a pensar que sólo Lutero sacralizó moral, económica y socialmente el matrimonio- impactaron sobre los esposos y esposas nobles del siglo XVII. La idea de un matrimonio conformado por esposo y esposa basado en la fidelidad y el compañerismo (metas ideales, todo hay que decirlo) también llegaron al Imperio y sur de Europa, y no sólo al centro-norte protestante. Para muestra un botón: nuestro archiconocido conde de Pötting mandó hacer dos retratos, uno de él y otro de su esposa mientras desempeñaba su embajada,  al estilo -suponemos- de los retratos complementarios que hizo Frans Hals del matrimonio holandés Coymans en 1644.

Pero no nos detendremos aquí en representaciones pictóricas o en análisis de economía marital. Mi paper trataba más bien de aproximarse a la relación conyugal establecida entre los esposos y a las estrategias diplomáticas ligada a ella. El primer problema que se encuentra un historiador/a seri@ es la documentación. ¿Dónde encontrar esa «relación»? y, si hay documentación que la describa, ¿cómo interpretarla? ¿Cómo estudiar una relación conyugal de un matrimonio de embajadores del siglo XVII? Bueno, mi objetivo no era responder a todo pero sí aproximarme a posibles respuestas.

Las fuentes son la documentación más íntima producida por el matrimonio; bien intercambio de cartas, bien ego-documentos en los que se hablara del cónyuge. Partimos de que lo íntimo también es (o puede ser) político, como ya dijo Foucault. Una vez que tenemos seleccionadas las fuentes (diarios, cartas, o diarios-cartas como las Tagzettel) el siguiente paso es analizar los discursos y el lenguaje utilizados teniendo en consideración los protocolos y convencionalismos propios de la escritura de cartas y diarios en la edad moderna; pues no todas las expresiones de «amor» y «amistad» pueden ser leídas literalmente, ni atribuírseles significados actuales (aunque tampoco, y esto es importante, hay que despojarlas de todo sentimiento).

Bien, el análisis del lenguaje y los discursos en este tipo de documentación permite hacerse una idea de cómo funcionaba el matrimonio de embajadores como Arbetispaar en el terreno diplomático. En los diarios del esposo-embajador, la embajadora-esposa aparece continuamente; registrándose, al menos, tres tipos de movimientos que ella realizaba: movimientos en solitario (visitas a otras mujeres, a palacio a ver a la reina, o a hombres, fundamentalmente clérigos o embajadores de reinos vasallos del Imperio); movimientos con su marido: paseos con conversación incluida, visitas a iglesias o asistencia al teatro, actividades que reforzaban sus vínculos maritales tanto políticos como emocionales; movimientos simultáneos y complementarios: mientras ella iba a palacio, él descansaba en el campo o viceversa…

Los diarios también revelan que las embajadoras-esposas dedicaban poco tiempo a lo que ahora entendemos como doméstico y que sus esposos-embajadores también eran, como decía la condesa de Harrach: «buenos caseros» (a veces mejores que ellas). La maternidad no era un problema estas embajadoras: tras parir guardaban cuarentena y luego se «reincorporaban al trabajo».

En las cartas intercambiadas entre los esposos el discurso de la buena esposa y el buen esposo se mezclan con un lenguaje irónico, sarcástico, incluso descarado de algunas embajadoras, las cuales juegan continuamente con sus múltiples identidades esposa-embajadora-madre-prima-noble para favorecer los objetivos diplomáticos y sociales de la Paar. Siguiendo el mismo patrón, los embajadores acentuaban su rol de esposos con el objetivo de beneficiarse de las mercedes, cargos y prebendas que su esposa le pudiera reportar. En ocasiones, la pareja recibía órdenes «en plural», lo que indica que ambos debía cumplir esa determinada misión «juntos».

Ciertamente, la documentación revela que el matrimonio de embajadores se repartía las tareas y trabajaba conjunta cuando no simultáneamente; aunque no nos confundamos, su estrategia no se regía por la «igualdad» sino más bien por el «equilibrio». La principal conclusión de mi paper fue que el matrimonio de embajadores formaba un equipo de trabajo productivo en el ámbito diplomático. En consecuencia, la relación conyugal entre el embajador y su esposa no puede considerarse simplemente de dependencia o subordinación de la esposa con respecto al «embajador», sino que la relación entre ambos era mucho más compleja y debe empezar a mirarse desde la perspectiva de la colaboración y la interdependencia entre cónyuges.

Todo esto lo expliqué el jueves 26 de marzo. El viernes, aprovechando la pausa de la comida, me escapé con una amiga a visitar el museo donde está Nefertiti. Las dos queríamos ir directamente a verla sin tener que vagabundear por todas las salas porque no teníamos mucho tiempo, sin embargo una vigilante del museo con cara de pocos amigos nos «obligó» a visitar  previamente las estancias adyacentes; supongo que el objetivo de hacernos dar esa vuelta era que no se concentrara mucha gente en la sala de la famosa esposa de Akenatón. El caso es que la señora me hizo un favor porque atravesamos una serie de salas donde se exponían esculturas egipcias de matrimonios. Ante mis ojos desfilaron decenas y decenas de posibles «Working couples» de la antigüedad. Sin querer caer en anacronismos, me hice a mi misma muchas preguntas: ¿Quién sabe por qué estos matrimonios fueron así representados: de igual tamaño el esposo y la esposa, uno al lado del otro como un verdadero equipo de dos, acaso un equipo de «trabajo»? Estaba fascinada. Y es que siempre se cumple eso de que cuando tienes una cosa en la cabeza, te encuentras en cada esquina con algo relacionado con eso.

Y por fin: ¡Nefertiti!!!! contemplarla fue algo emocionante, impactante. Allí estaba, con sus arruguitas y todo, con las orejas medio rotas y sin un ojo pero aún así inmensamente, inexplicablemente hermosa. Sí, su belleza es aterradora. Imponente.  Con su único ojo mira hacia el infinito, desafiando al tiempo con arrogancia pero con no menos dulzura. A su alrededor hay muchas medidas se seguridad pero creo que nadie, absolutamente nadie, se atrevería a tocarla. Y si alguien lo hiciera creo que «algo» se lo impediría, porque Nefertiti inspira un respeto ancestral…

Tras contemplarla, parece imposible no creer que formó una Arbeitspaar con su marido Akenatón. Ella fue el broche ideal para cerrar mi intervención en Berlín.

Bibliografía:

-Katrin Keller: «Mit den Mitteln einer Frau: Handlungsspielräume adliger Frauen in Politik und Diplomatie», Billard von Thiessen, Christian Windler (Hg.): Akteure der Aussenbeziehungen. Netzwerke und Interkunturalität im historischen Wandel, Böhlau,  Wien, 2010. Agradezco mucho a Katrin Keller que me informara sobre la obra de Heide Wunder (y en concreto sobre la expresión «Arbeitspaar»), para mi proyecto IEF Marie Sklodowska-Curie 2014, que empecé en abril de ese año.

  • La propuesta de paper para este congreso fue enviada a la organización del mismo el 01.06.2014.

– Nakamura Toshiharu (ed): Images of Familial Intimacy in Eastern and Western Art. Brill, 2014.

– Heide Wunder: Er ist die Sonn’, sie ist der Mond. Frauen in der Frühen Neuzeit. C. H. Beck, München 1992.

A nivel informativo y fuera de la bibliografía (ya que no ha influido en mis investigaciones), quiero indicar que Lars-Dieter Leisner está realizando  una tesis doctoral sobre Arbeitspaar y diplomacia en la Universidad de Viena. Leisner presentó este proyecto el 11.04.2016.    

 

La villa Schifanoia y el castello di Sezzate, dos bellos lugares para hablar de embajadoras

Villa SchifanoiaFlorencia es una de las ciudades más bonitas que conozco, aunque a veces los precios de algunos lugares del centro y el exceso turistas le restan algo de encanto. En ese sentido, yo soy una turista más que consume cerca de los Uffizi o de la Galería de la Academia, así que seguramente aporto mi granito de arena a eso de “afear” (si esto es posible) un poquito la bellísima Florencia. Este ha sido mi cuarto viaje a esta joya del Renacimiento. El primero fue de placer y los otros dos por trabajo. Esta vez también ha sido así. Tenía que presentar la ponencia titulada: Between discourses and practices: Imperial Ambassadresses in Madrid (1650-1700) en el III Splendid Encounter: Diplomats and Diplomacy in Early Modern World (1400-1800), en la Villa Schifanoia, sede del Departamento de Historia y Civilización del European University Institute (EUI).

Una de las cosas que más me gusta de los congresos y seminarios es reencontrarme con amigos a la par que conocer gente nueva. En un trabajo tan solitario como es la investigación, socializar compartiendo temas y pasiones (además de muchas risas y alguna que otra preocupación por el futuro) se convierte en algo sumamente placentero y satisfactorio. La parte social de los congresos tiene algo de catártica y motiva mucho, pero que mucho mucho… , por eso es siempre recomendable acudir a estos eventos aunque ciertos organismos que tod@s conocemos se nieguen a reconocer su valor (científico y emocional a un tiempo). Como me comentaba una buena amiga en el ratito del café, la villa Schifanoia, tiene un no sé qué que favorece el intercambio de ideas. La villa, sus salas, sus vistas y jardines distraen pero también inspiran y fomentan la creatividad. Además, a las sesiones acuden siempre doctorand@s muy preparados que aportan frescura y dinamismo a los debates. Así da gusto. No voy a hablar del tema de mi paper (lo escribo así porque queda mejor que traducirlo literalmente y poner “papel”). La razón es que ya he publicado el resumen y sería aburrido volver a ponerlo aquí, pero sí que quiero responder mejor a las preguntas que me hicieron mis compañer@s (bueno, de las que me acuerdo). Haré un resumen de las respuestas para no alargarme mucho.

Una de las cuestiones que me plantearon al principio fue cuándo se empezó a utilizar el título de “embajadora” en la edad moderna. Según Charles Moser, lo empezó a usar la condesa de Olivares, madre del famoso valido de Felipe IV y esposa del por aquel entonces embajador en Roma. Cuando nació su primer hijo varón en 1587, el Papa Sixto V le otorgó el título de Signora Ambassiatrice. Esta titulación -que no comportaba el cargo- se generalizó en el siglo XVII haciéndose más notoria en la segunda mitad de siglo. Aunque, como bien apuntó mi compañera de panel, el nombre de “embajadora” referido a la mujer del embajador lo podemos encontrar en la documentación mucho antes de 1587. En este caso como en tantos otros, las prácticas se adelantaban a los discursos… uno de los temas de mi paper.

Durante la discusión surgió otra pregunta ¿Provocaba controversia el hecho de que una mujer fuera «embajadora»?  ¿Generaba algún tipo de crítica o contestación el género femenino de las embajadoras o, dicho de otro modo, el que las embajadoras fuesen mujeres?  La cuestión es clave ya que nos remite a la recurrente y eterna pregunta del verdadero papel del género en la Edad Moderna. En mi opinión, el género en el mundo cortesano era plástico y flexible, se adaptaba a las circunstancias mezclándose con otras categorías como la posición social. El género estaba siempre presente pero no era determinante, lo que no quiere decir que el género no tuviera sus límites porque los tenía: aquellas embajadoras que mostraban su influencia y capacidades políticas en público o de manera demasiado ostentosa, podían ser duramente criticadas y hacer peligrar la misión de sus esposos. Por eso, las embajadoras solían «aconsejar» y ejercer su influencia en privado. El poder político de estas mujeres era conocido, hasta cierto punto admitido o tolerado; incluso reconocido… el género en la corte a veces se hace más patente y otras se muestra más velado, en ocasiones «salta» anulando cualquier otra categoría para sumergirse después «ahogado» por la jerarquía social o las habilidades personales.

También me preguntaron si había manuales de embajadores publicados en Europa del norte que hablaran sobre las esposas de los embajadores. Tengo que aclarar que en mi ponencia hablé de dos manuales escritos en español publicados en la primera mitad del siglo XVII: El embaxador del conde de Roca, publicado en Sevilla en 1620 y Advertencias para reyes, príncipes y embajadores de Cristóbal de Benavente y Benavides, publicado en 1643. Mi respuesta fue que sí, el holandés Abraham de Wicquefort en su tratado L’ Ambassadeur et ses foctions, publicado en La Haya en 1682, trató el tema aunque no de manera tan específica y directa como lo hicieron el conde de Roca y don Cristóbal de Benavente. Resulta sumamente interesante observar cómo, décadas antes de que el reputado Wicquefort redactara su famoso “espejo” de embajadores, dos teóricos de la monarquía hispánica hubieran reflexionado ya sobre el tema de las mujeres de los embajadores. Creo que esta prematura preocupación por las embajadoras en el mundo hispánico demuestra el gran desarrollo del aparato diplomático de la monarquía española en la segunda mitad del XVI y principios del XVII. Hay que recordar que los tratados del conde de Roca y de don Cristobal de Benavente se tradujeron a diversas lenguas y se convirtieron en verdaderos best sellers.

Tras el debate, pude pasear por los jardines de la villa. Tengo que reconocer que siempre acabo muy cansada cuando acaba un seminario, así que ese paseíto y el sol (que calentaba) me sentaron de maravilla. Y después de la belleza de la villa Schifanoia nos esperaba el castello di Sezzante, una fortaleza llena de encanto que perteneció a la familia Guardi y que ahora tiene el privilegio de estar en manos de un mecenas del siglo XXI. Este señor, muy amable y elegante, tras acudir al seminario y participar activamente en los debates, nos invitó a todos los participantes a cenar en su castillo. La experiencia de sentarme a la mesa bajo lámparas-candelabro en un pétreo salón medieval fue muy especial y más sabiendo que el dueño de aquel lugar es de Viena, la ciudad en la que actualmente resido. Un castello toscano de un vienés… ¿Qué mejor lugar para clausurar mis pensamientos sobre las embajadoras del Imperio?

Abraham de Wicquefort
Abraham de Wicquefort

El libro de memoria de la condesa de Harrach (1672-1676)

Notizbuch. Johanna Theresia Harrach.  El jueves pasado fue uno de esos días en los que ir al archivo merece la pena. Entre los documentos que había pedido me encontré con el curioso libro de memoria o Notizbuch que la condesa de Harrach escribió durante los años 1672 y 1676. El librito, de tamaño cuarto, está bellamente encuadernado con tapas decoradas con relieves. En la portada aparece el retrato oval de Leopoldo I y en la contraportada el de la emperatriz Margarita, lo que hace suponer que podría haber sido un regalo de los emperadores antes del fallecimiento de Margarita en marzo de 1673. Johanna Theresia Harrach apenas había escrito unas líneas en su librito cuando su “ama” falleció y entre las primeras anotaciones figuran el número de veces que se había confesado en el año 1672: cincuenta y tres.

En previsión de que allí le daría buen uso, la condesa se llevó el librito a Madrid, a donde viajó en el verano de 1673 con su marido e hijos para cumplir con la embajada que el emperador Leopoldo I les había encomendado. Mes a mes y de forma escueta fue anotando aquello que de una u otra manera necesitaba fijar en el papel: cuentas de los vestidos que debía encargar a sus hijos o de los pantalones de dormir que tenía que mandar hacer para su marido, salarios a pagar al ama de cría o a los criados que le servían en su casa de la Plaza de la Cebada, o las curas que habían recibido sus hijos y cómo éstos habían reaccionado ante ellas. 

A veces, tras las anotaciones siguen varias páginas en blanco. El mes de febrero de 1674 presenta trece páginas sin nota alguna y el mismo aspecto presenta el mes de marzo de 1675, en el que apenas anotó algunas cuentas, entre ellas la correspondiente al baldaquino de la cama de su hijo Franz Anton. Demasiadas cosas debía dejar a la memoria la condesa de Harrach dado el poco uso que hizo algunos meses de su librillo… acaso se creía tan audaz y despierta que podía desafíar no sólo al despiste diario sino también al más duradero y temible olvido. O es que quizás tenía mucho que olvidar y realmente se propuso hacerlo: en el libro no hay ni rastro de la muerte de su hijo recién nacido… No consideró necesario anotar tal desgracia, por otro lado, difícil de olvidar. Inolvidable pero en otro sentido fue también el nacimiento de su hija Rosa Ángela el 23 de febrero de 1675 en Madrid, un acontecimiento que anotó en su librillo no una sino dos veces.

Apasionada del chocolate, en septiembre de 1674, Johanna anotó una receta que merecía fijar en la memoria. Se trata de la receta de chocolate que le dio su amiga Francisca Manrique y que Bianca Lindorfer publicó en su tesis (Lindorfer: Cosmopolitan Aristocracy and the Diffusion of Baroque Culture, 2009, EUI Florence): “Abschrift wie die Manrique die chocolate machen last, auff 50 lt cagau 32 lt zúcker, ein halbss lt zimet 2 unzen pfeffer und 120 beinillas….”. Seguía la receta: “und wass man von indianischer der zúe will dúen es bicädt zu machen ers auff die lezt reibt manss trúndler wie aúch die Weinillas, den goco zú resten ist die krest kúns daz er sich nit an brendt”. Francisca Manrique mandaba hacer el chocolate al por mayor mezclando cacao, azúcar, canela, pimienta y vainillas. “Y si se quería hacer a lo indiano”, es decir, picante, había que rallar la pimienta y las vainillas por encima y cocerlo…, y añadía: “gran arte es no quemarlo”. Imagino que cuando regresó a Viena, Johanna Theresia abriría muchas veces su librito de memorias por esta página para recordar una y otra vez cómo debía hacer el chocolate o quizás nos estemos equivocando y Johanna se supiera de memoria la receta… y este librillo, que la condesa no continuó en la capital imperial, quedara olvidado en alguno de sus escritorios indianos…

 

Agradezco a Andreas Hutterer su ayuda con el alemán de Johanna Theresia Harrach.

Bibliografía:

Sobre la difusión del chocolate en Europa Central: Bianca Lindorfer: «Discovering taste: Spain, Austria, and the spread of chocolate consumption among the Austrian aristocracy, 1650–1700», Food and History, 7.1, 2009, pp. 35-51.

Las embajadoras del Imperio y el ceremonial en la corte de Madrid (1650-1700)

Abraham de Wicquefort, escribió en 1681 que el ceremonial jugaba un rol esencial en la embajada. Efectivamente, cuando el célebre diplomático holandés hizo esta afirmación, el ceremonial de los embajadores se había convertido pieza clave de la representación diplomática.

El ceremonial era muy importante, sin embargo en la corte de Madrid no existía una normativa claramente definida que regulara el tratamiento, entrada, recibimiento del embajador. El ceremonial que seguían los embajadores se basaba, por un lado, en la norma generalmente aceptada de que el “inferior” debía ceder el paso o dar la precedencia (o dar la mano derecha) al «superior». (Por ejemplo, en la corte de Madrid, el nuncio y el embajador del Imperio tenía la precedencia por encima de los demás embajadores). Y, por otro lado, el ceremonial del embajador se regía por la costumbre: los privilegios ceremoniales obtenidos por un embajador en el trascurso de su embajada sentaban precedente (fue el caso del marqués de Grana). Su sucesor en la embajada debía conservar estos privilegios ceremoniales, no perderlos y procurar ganar derechos nuevos.

Sin embargo, no me ocuparé aquí de los problemas ceremoniales de los embajadores del Imperio sino de los de sus esposas, las llamadas “embajadoras”. Los conflictos de precedencia que las embajadoras tuvieron con la camarera mayor de la reina en la segunda mitad del siglo XVII nos ayudan a comprender mejor el funcionamiento de la diplomacia imperial en la corte de Madrid.
Tras las paces de Westfalia, las esposas de los embajadores cobraron protagonismo en las cortes europeas y este reconocimiento les llevó a reclamar derechos ceremoniales.

Como figuras relativamente “nuevas”, las embajadoras del Imperio tuvieron que integrarse en el ceremonial que regía la Casa de las reinas. Esta nueva circunstancia provocó que las embajadoras tuvieran conflictos de precedencia, no con otras embajadoras, sino con las mujeres que servían a la soberana, en concreto con la mujer más importante de la misma: La Camarera Mayor de la reina.
La Camarera Mayor de la reina era una mujer viuda que debía servir en todo momento a la soberana; su oficio y el ceremonial que lo acompañaba estaba escrito en las etiquetas. Su cargo, además, no sólo era de servicio, sino que también tenía un cariz político, ya que al estar cerca de la soberana podía influir en ella. La embajadora aspiraba a lo mismo para favorecer los negocios diplomáticos de su esposo; de ahí que la disputa de la precedencia tuviera un trasfondo político.
Como representante de la majestad de la emperatriz, la embajadora consideraba que debía estar por encima de la Camarera Mayor. Estos conflictos entre la camarera y la embajadora se sucedieron en la corte de Madrid hasta mediados del siglo XVIII, cuando el ceremonial de las embajadoras quedó asentado en las cortes europeas.

La embajadora que inauguró estos conflictos de precedencia fue la condesa de Lamberg: en el otoño de 1653 acudió a una comedia en la corte y se le concedió la precedencia con respecto a la camarera mayor de la reina doña Mariana de Austria. Esta precedencia no se continuó, pues en el invierno de ese mismo año, la camarera mayor le quitó la precedencia a la embajadora. Humillada, la embajadora le comunicó el incidente a su marido, que emitió un memorial al rey Felipe IV protestando por el trato que se había dado a su esposa. Argumentaba el conde de Lamberg, que en tiempos de la emperatriz María, en la corte de Viena, la camarera mayor de la emperatriz nunca había precedido a la embajadora de España en Viena y que ese mismo trato de igualdad debía darse ahora a la embajadora del Imperio en Madrid. Lamberg añadió que la predecesora de su mujer en la embajada, la marquesa de Grana, había tenido la precedencia frente a la camarera mayor de la reina Isabel de Borbón.

El conflicto de precedencias de la embajadora y las demandas de Lamberg, se produjeron en un momento delicado: en julio del 54 falleció Fernando IV, el sucesor de Fernando III. Leopoldo I, su hermano, fue coronado rey de Hungría en 1655, Fernando III necesitaba apoyos para asegurar la sucesión en su hijo Leopoldo, entre ellos, los de Felipe IV. Felipe IV no quiso ceder en el asunto de las precedencias y en 1655 resolvió el conflicto dando la razón a la camarera mayor: respondió a Lamberg que la camarera mayor, para mejor servir a la soberana, tenía que estar cerca de ella. (Noviembre del 55). Lamberg insistió en la necesidad de reconocer la precedencia a su mujer porque de otra manera se atacaba a la dignidad imperial y que de ello se sacarían “infinitas consecuencias”. En el 57 falleció Fernando III y Leopoldo I le sucedió en el trono imperial; recién ascendido, el nuevo emperador se plegó a los dictados diplomáticos de su tío Felipe IV, y, por ello, no volvió a reclamar la precedencia de su embajadora; aceptó, en cambio, que la embajadora de España en Viena precediera a la primera dama de la emperatriz.

La condesa de Pötting, en 1663 tuvo más suerte. Los condes de Pötting llegaron a Madrid para negociar el matrimonio de la infanta Margarita con Leopoldo. El rey Felipe IV se mostró muy proclive a cumplir con las propuestas diplomáticas del conde de Pötting, por tanto, en la primera audiencia pública que tuvo la embajadora, la camarera mayor excusó su presencia fingiendo un catarro, según se lo había ordenado Felipe IV. La muerte de Felipe IV (1665) y el ascenso de Mariana de Austria a regente de la monarquía durante la minoría de edad de su hijo Carlos II, abrió una nueva etapa en el conflicto de precedencias. La casa de la reina y las mujeres que la componían ganaron poder en la corte. La boda de la infanta Margarita que estaba negociando el conde de Pötting comenzó a peligrar pues la infanta tenía derechos sucesorios y el rey niño Carlos II sólo tenía cuatro años. La embajadora, la condesa de Pötting, trató de acercarse más la reina pero sin éxito. Un nuevo conflicto de precedencias se generó en la Casa de la reina pero no entre la embajadora y la camarera, sino entre la Camarera y el aya. Ambas mujeres eran representantes de distintas facciones que se disputaban el poder en la corte de Madrid.
En estos tiempos convulsos, doña Mariana, en contra de las etiquetas y de la resolución del Consejo de Estado, otorgó la precedencia al aya de Carlos II, con la que mantenía una estrecha amistad política y personal; dejando a la camarera y a la embajadora en un segundo plano. El aya lideraba la facción del valido de la reina: Nithard.

El embajador imperial, el conde de Pötting, logró finalmente concluir la boda de Margarita con Leopoldo I. A finales de 1666 llegó la infanta a Viena. Margarita dio la precedencia en Viena a su embajadora frente a su camarera mayor, tal y como se lo había pedido su madre doña Mariana. Fue entonces, en 1667, cuando el conde de Pötting, a instancias del emperador Leopoldo I, reclamó la precedencia para su esposa en la corte de Madrid, sin éxito. Pötting no gozaba del favor de la reina, de ahí que doña Mariana no otorgara la precedencia a la condesa y mantuviera la precedencia de el aya.

Las cosas cambiaron en 1673 cuando llegó a Madrid el conde de Harrach y su esposa para sustituir al matrimonio Pötting. Doña Mariana de Austria era muy amiga de la condesa de Harrach, Juana Teresa (había sido su dama en tiempos de juventud) por lo que en su primera audiencia pública le dio la precedencia ordenando a la camarera que fingiera estar enferma ese día. Estos privilegios ceremoniales fueron bien aprovechados políticamente por la condesa de Harrach. En las siguientes ceremonias no tenemos constancia de que el conde de Harrach reclamara la precedencia de su mujer, seguramente porque doña Mariana le dio la precedencia a Juana Teresa siempre que pudo. Además, la camarera mayor, la marquesa de Villanueva de la Valdueza tenía una buena relación personal y política con la condesa de Harrach, lo que quizás propició esta buena sintonía y equilibrio ceremonial entre 1673 y 1676, fecha del fin de la embajada de la condesa de Harrach.

Las siguientes embajadoras, las condesas de Trautson y Mansfeld, tuvieron que hacer frente a circunstancias adversas: El exilio de doña Mariana en Toledo y la posterior llegada de María Luisa de Orleáns a la corte, les impidió siquiera luchar por la precedencia. La condesa Lobkowicz (anterior condesa de Pötting), en los años 90, en cambio, fue muy bien recibida en la corte de Madrid, aunque el deterioro de la labor diplomática de su marido (luchaba por la candidatura del Emperador en la cuestión sucesoria), provocó que, poco a poco, perdiera estos privilegios ceremoniales de los que había disfrutado en su entrada pública. La reina Mariana de Neoburgo, concedió siempre la mano derecha a su camarera mayor, la poderosa condesa de Berlips.

Similar destino tuvo la segunda condesa de Harrach, María Cecilia, a la que la reina trató con poca condescendencia. El poco éxito de Luis Harrach en la corte de Madrid fue reflejo de esta desatención ceremonial brindada a la embajadora del Imperio entre los años 1698 y 1699. Sin embargo, tras la caída de la condesa de Berlips y los cambios en la casa de la reina acontecidos en el siglo XVIII (llegaron los borbones), la figura de la embajadora vio su poder ceremonial, por fin, asentado en la corte de Madrid.

Efectivamente, como afirma Luis Tercero Casado, estos conflictos de precedencia son barómetros que miden las relaciones diplomáticas entre la monarquía española y el Imperio. En muchas ocasiones son reflejo de las desavenencias políticas entre estas dos potencias tras las paces de Westfalia, pero no sólo, pues desvelan muchos secretos del funcionamiento de la diplomacia en aquella época y de las relaciones que se establecían entre el ceremonial y la política.

El hecho de que la embajadora reclamara la precedencia indica que:
– En las embajadas de la edad moderna, conseguir privilegios ceremoniales como la precedencia, no sólo era reflejo de buenas relaciones diplomáticas sino que era causa de las mismas. Si la embajadora conseguía la precedencia, su marido tenía más asegurado el éxito de su embajada. El ceremonial tenía un gran poder sobre el imaginario.
-La embajadora, como su marido, representaba la política imperial, por lo que su humillación ceremonial era grave asunto diplomático que afectaba al prestigio del emperador.
-La embajadora utilizó todos los recursos que tuvo a su alcance para conseguir la precedencia. En muchas ocasiones, la relación personal con la reina o la de su esposo con el rey era determinante. Ya que, en última instancia, los soberanos eran los que decidían quién debía tener la precedencia, saltándose las normas, las etiquetas y las costumbres cuando lo consideraba oportuno.

Por eso, que la reina o el rey resolvieran el conflicto indica que:
-El rey o la reina no eran “prisioneros de la ceremonia” sino modeladores y “hacedores” de la misma; el ceremonial estaba a su servicio y no ellos al servicio del ceremonial. Al menos en el conflicto de precedencias entre la camarera y la embajadora imperial.
-Para “saltarse la etiqueta y las costumbres” los reyes tenían en cuenta múltiples factores de gran calado diplomático como las relaciones políticas mantenidas con el emperador. En función de cómo estaban estas relaciones, se atrevían más o menos a contravenir las etiquetas de palacio; pues este cambio en el ceremonial podía traer graves consecuencias a nivel internacional.

En definitiva:
– El ceremonial de embajada era tan fluctuante como las propias relaciones entre potencias, de ahí que no existieran etiquetas escritas relativas al ceremonial de los embajadores.
-El ceremonial no sólo confirmaba el poder de un soberano en otra corte sino que ayudaba a conseguir esta confirmación, es decir, el ceremonial no sólo confirmaba un poder ya adquirido, sino que propiciaba la adquisición de un poder quizás aún no conseguido.
-Es de todos sabido que en la corte existía poca diferencia entre el ser y el parecer; para llegar a “ser” era importante “parecer”. Los embajadores reclamaron derechos ceremoniales para sus esposas porque sabían que obtener un buen lugar en la Casa de la reina era una buena estrategia para empezar a “parecer” un embajador con poder en la corte de Madrid.

Estos conflictos de precedencia entre la embajadora y las camareras mayores indican que el ceremonial era un gran arma propagandística que funcionaba con igual eficacia en la Casa de la reina, una institución muy politizada en la segunda mitad del siglo XVII y más durante la regencia de Mariana de Austria.

Fuentes: Archivos austriacos.

Bibliografía: Luis Tercero Casado: «Un atto tanto pregiuditiale a la mia persona». Casos de conflictos de precedencia entre Madrid y Viena (1648-1659), Obradoiro de Historia Moderna, 21, 2012, pp. 287-307.