UNA CARTA MUY ORIGINAL DE LA EMPERATRIZ MARGARITA

Quería compartir con vosotros una carta muy especial que me encontré en un archivo hace ya ocho años. Es de la emperatriz Margarita y está escrita en Viena el 11 de julio de 1667, cuando estaba embarazada de Fernando Wenceslao.

Reza así:

«Señor. Señor y padre mío, aunque me tiene príncipe incógnito [y tengo que] pagar el primer tributo a la natura lejano…, me quita este retiro las noticias de lo que pasa en Vienna, hánmelas dado de que mañana celebra Vuestra Majestad los años de mi madre y envidioso de no ser uno de los que entran en la fiesta, quiero que acompañe a Vuestra Majestad en mi nombre, el corazón, teniendo la Margarita en él, como me consta, […], recuerde Vuestra Majestad: no son celos [del] color de la banda, sino conformidad con [el] vestido de Vuestra Majestad, fáltame plática de cortesano pero naceré con la de buen hijo, deseando guarde Dios a Vuestra Majestad como mi madre y yo hemos menester. De mi albergue, lunes a 11 de julio de 1667»

¿A que es una carta intrigante? ¿Qué embajadora de España estaba entonces en Viena? A ver si lo adivináis.

Clara Bonet ha realizado un estudio muy interesante sobre esta carta. Saldrá en el próximo número de la revista «Avisos de Viena». Os pasaré el enlace cuando aparezca la publicación.

Posdata: Carta localizada en los archivos de Viena.

Agradecimientos a César Esponda.

Margarita confinada. Preguntas

¿Se os hace largo el confinamiento? A mí un poco, pero se me hace más llevadero cuando pienso que la infanta Margarita, la adorable niña de Las Meninas, estuvo confinada ¡siete años! en el Alcázar de Madrid.

Vamos a viajar en el tiempo, concretamente a 1658, para hacer unas cuantas preguntas a la infanta sobre su confinamiento.

L- Buenas tardes Margarita, ya has cumplido siete años y estás a punto de salir de Madrid ¿estás contenta?

M- Sí, estoy muy emocionada, por fin voy a acompañar a mis padres y a mi hermana en sus jornadas -bueno, tú las llamas escapadas– a Aranjuez, El Pardo o El Escorial.

L-¿Es verdad que no has salido del Alcázar en siete años?

M- Eso no es del todo cierto, en estos siete años he hecho algunas visitas al monasterio de la Encarnación, que está conectado con el Alcázar por un pasillo lleno de cuadros. Cuando era pequeñita, las monjas me daban miedo, pero poco a poco me fui acostumbrando a ellas. Sobre todo me gustaba estar con mi «hermana», doña Ana Margarita de Austria, hija natural de mi padre; con ella jugaba mucho. Y me encantaba correr alrededor del claustro; acababa agotada.

También he estado varias veces en el palacio del Buen Retiro, que está dentro de la ciudad de Madrid. La primera vez que fui a ese palacio tenía casi dos años. Me llevaron en litera, una silla de manos para que me entiendas; ¡qué miedo pasé! La siguiente vez fui en coche porque con la litera no paraba de gritar; mi padre ordenó que el coche no fuera por el centro de la Villa, sino por el camino de los molinos, es decir, por las afueras; la razón de ese cambio de itinerario fue el calor. El sol provoca muchas enfermedades y por las calles de Madrid caía una solana… Fue la primera vez que vi el campo.

L- Margarita, háblanos un poco más de tu confinamiento ¿por qué no podías ir con tus padres y hermana a los Reales Sitios: Aranjuez, El Pardo o El Escorial?

M- Pues bien sencillo, porque mis padres querían proteger mi salud. Las enfermedades se transmiten por el aire y ya sabrás que los cuerpos son muy porosos, así que lo más seguro para los niños reales es quedarse en sus cuartos, bien protegidos. Estamos en el año 1657; no sé cómo será en tu siglo, pero en éste el 90% de los nacidos no supera los primeros años de vida.

La estabilidad del reino depende de la supervivencia de los hijos y, por supuesto, de las hijas del rey (nosotras también podemos heredar la Monarquía en caso de ausencia de hermanos varones), así que deben cuidar nuestros cuerpos al máximo. No salir de casa es la mejor medida preventiva que se puede tomar para evitar enfermedades y muertes prematuras. Ahora ya tengo siete años y mi cuerpo está preparado para los «cambios de aire». ¡Ya soy mayor!

L- Vaya, qué precavidos eran tus padres…

M- Los reyes, tú debes llamarlos «reyes».

L- Sí, perdón, sus majestades los reyes.

L- Pero volvamos a tus años de confinamiento en el Alcázar de Madrid. El palacio era muy grande ¿podías circular libremente por todas sus habitaciones? o ¿tenías que quedarte recluida en determinados cuartos?

M- Bueno, los tres primeros meses de vida los pasé en los aposentos de mi hermana María Teresa porque mi «Cuarto», que iba a estar compuesto de varias habitaciones en el ala norte del Alcázar, aún no estaba preparado. Cuando acabaron las obras me trasladaron allí y, en la habitación principal (mi dormitorio) instalaron un camón de cortinas bajas para evitar que los aires perturbaran mi sueño.

Permanecí «encerrada» en mi cuarto unos nueve meses hasta que mi padre decidió que mi aya podía sacarme de mis habitaciones de vez en cuando. Exactamente, mi padre escribió: «haréis bien en sacar a mi hija […] para que no esté siempre encerrada en su aposento». Siempre salía acompañada de «mi familia», así se llamaba a mi conjunto de criados: mi aya, mis meninas, mis enanos… en fin, los que se quedaban conmigo en el Alcázar. Éramos una buena panda.

L- ¿Y a dónde te llevaban?

M- Pues unas veces al «Cuarto» de mi padre, y otras al de mi madre. El «Cuarto» de mi padre está compuesto de más de veinte aposentos y el de mi madre de más de diez, por lo que tenía espacio para moverme. La primera vez que fui a los aposentos de mi padre, mi aya dijo que me quedé extasiada mirando las pinturas. Otro día fui su despacho, que está en la Torre Dorada…, y un día que fui a los cuartos de mi madre miré por una de las ventanas que daban a la plaza de palacio y vi a unos esportilleros, gentes muy distintas a las que yo veía dentro de palacio. Algunas veces mi aya me dejaba bajar al «estudio», donde olía mucho a pintura.

L- Pero… bajo las puertas del Alcázar se debía colar el aire, e ir de un cuarto a otro podía ser peligroso por las corrientes y los cambios de temperatura ¿cómo te protegías en esos casos? ¿llevabas mascarilla? ¿te abrigabas de alguna manera especial?

M- Sí, estaba todo pensado. Los días que hacía mucho frío mi aya me retenía en mis aposentos. Y los días que hacía bueno me llevaba a pasar la tarde, como te he dicho, al Cuarto del Rey o al de la Reina, aunque sólo hasta las seis. A esa hora debía volver a mis aposentos. Me abrigaban mucho, con un sereno, una especie de capa.

¡Ah!, y no sé lo qué es la «mascarilla», yo conozco las máscaras negras de terciopelo que los nobles usan para protegerse del sol y de los corrimientos de cara durante los viajes largos. Los corrimientos son acumulaciones de humores, por si no lo sabías.

L- No, no lo sabía. Pero ¿qué otras medidas se tomaban para conservar tu salud? ¿hay alguna medicina especial que te suministraran durante tus convalecencias?

M- Me aplicaron muchas medidas preventivas y curativas, pero la que mejor me funcionaba era la risa. Los bufones y los enanos de Palacio fueron mi mejor compañía y alivio durante mis primeros años y aún lo son… ellos venían a mi cama cuando estaba malita y me hacían reír. ¿Sigue siendo la risa un buen remedio en el siglo XXI?

L- Sí, aumenta las defensas.

M- ¿Las defensas? ¿Es que acaso gracias a la risa construís murallas?

L- No, no…. bueno sí, murallas de protección frente a los virus y microbios. Retomando nuestra conversación. ¿Cómo te entretenías en el Alcázar? Yo vengo del año 2020 y ahora mismo toda la población española está confinada en sus casas. Llevamos tres semanas. ¿Nos podrías dar un par de consejos para que el tiempo se nos pase más rápido?

M- ¿Confinados? ¡anda! y ¿por qué? ¿son todos hijos del rey?

L- No, no, es una larga historia. Otro día te la cuento.

M- Vale, te respondo a la primera pregunta: para empezar yo nunca me sentí «confinada», estaba muy a gusto en el Alcázar, era mi mundo y no sabía que había algo más allá, aparte del monasterio de la Encarnación o El Retiro. Aunque es cierto que lloraba mucho cuando mis padres y mi hermana se iban a los Sitios Reales y yo me quedaba en el Alcázar sola con mis criados. No echaba de menos salir de Madrid, sino la compañía de «taíta», «mamá» e «ía».

Pero sí, puedo dar algunos consejos en caso de aburrimiento: bailar es uno de ellos. Soplo, uno de mis enanos preferidos me enseñó a bailar el zarambeque. En una ocasión, estando malita, hasta lo bailé sentada desde mi cama. Otro entretenimiento es jugar «A las señoras» con las meninas, ya te puedes imaginar las reglas: yo ordeno y las demás obedecen. Otro: tocar la gaita gallega, no lo debía hacer tan mal porque mi aya me decía que «las de mi Cuarto» me soportaban con gusto. Más consejos: escuchar música; a mis aposentos solía venir la cantante Mari Bera; cantaba de maravilla. Una vez también acudieron unos chiquillos de la capilla a cantarme oraciones y no les dejé irse hasta muy tarde. ¡Ah! y aprendí a cantar villancicos.

Y qué mejor entretenimiento que las fiestas… me acuerdo que hace un par de años, unas cuantas damas de mi madre y mis meninas celebraron el día de la Cruz en sus habitaciones (que estaban en el segundo piso del Alcázar, justo encima del Cuarto de la Reina). Mi aya me dejó subir las escaleras que conducían a los aposentos de las damas para disfrutar de la fiesta con ellas.

L- Un último consejo….

M- Lo tengo claro: el teatro. Dicen que es curativo, que levanta el ánimo e incluso que protege a los niños de la locura (esto lo decía uno que se llamaba Erasmo). Crecí viendo obras de teatro en mis habitaciones, hasta que el año pasado decidí componer mi propia comedia, con coplas y versos salidos de mi cabeza. En mi opinión, mi obra de teatro fue mejor que esa zarzuelilla que Calderón estrenó por las fechas en las que yo ensayaba mi comedia. ¿Cómo se llamaba?

L- ¿El golfo de las sirenas?

M- Sí, algo así.

L- Oye Margarita, cambiando de tema, vale que no saliste de Madrid ¿pero de verdad no pisaste tierra? en el Alcázar había jardines preciosos…

M- Sí, sí, a partir de los cuatro años mi aya me dejaba salir al jardín de los Emperadores y al de la Priora. El jardín de los Emperadores se llama así por las esculturas que lo decoran: bustos de emperadores romanos.

A los jardines podía salir únicamente los días que no hacía frío y en las horas de menos sol, porque ya sabes que el calor mata. Me lo pasaba genial…  una vez, me apetecía tanto disfrutar del aire libre que salí corriendo al jardín de los Emperadores y me caí de bruces. La nariz me empezó a sangrar y mi aya se asustó mucho; pero no fue nada… qué quería, me moría de ganas por respirar un poco. Además me iba muy bien el ejercicio para bajar todo el chocolate que me zampaba. A veces hasta me dolía la tripa y todo de tanto chocolate.

L- Tengo entendido que a partir de los cuatro o cinco años empezaste a recibir muchas visitas… ¿cuáles eran tus preferidas?

M- Bueno, ya recibía visitas antes de los cinco años, aunque las tenía restringidas:  únicamente podían visitarme don Luis de Haro, los gentileshombres de cámara, los médicos de mi padre o la princesa (mi tía Margarita de Saboya) y, cómo no, los enanos Soplo, Bañules; y Catalina del Viso, que una vez excusó su visita porque estaba resfriada y temía contagiarme. Tenían mucho cuidado con eso; una vez la princesa no vino a verme porque tenía una menina con la viruela; y en otra ocasión, cuando yo ya tenía más de cuatro años, la duquesa de Alburquerque excusó su presencia en mi besamanos porque tenía un nieto con sarampión.

A partir de los cuatro años comenzaron a visitarme niños de mi edad, todos hijos de nobles. Mi visita preferida era la del marquesito de Camarasa, que era tan travieso como yo. Hacíamos muchas trastadas; mi aya estaba harta de nosotros, pero nos aguantaba con paciencia porque soy la hija del rey.

¡Ah! y me lo pasaba muy bien con las hijas de la embajadora de Alemania: Juanica y Elena.

L- Me has dicho que echabas mucho a tus padres y a tu hermana cuando se iban y te dejaban en el Alcázar. ¿Cómo hacías para comunicarte con ellos? Ahora tenemos móviles, Skype, Zoom y mil cosas más.

M- Al principio lloraba mucho, no entendía por qué no podía ir con ellos. Cuando tuve entendimiento ya me quedaba más conforme. Sabía que iban a volver  y con eso me consolaba. Para salvar las distancias les escribía cartas, bueno, yo nos las escribía, Soplo el enano las escribía por mí. Yo le dictaba lo que tenía que poner.

L- Eras un poco perezosa…

M- Sí, pero soy infanta, me lo puedo permitir.

L- Les escribías y te escribían pero no los podías ver.

M- No, pero cuando quería verlos, miraba sus retratos. Al ver su imagen me parecía que estaban presentes.

L- Quería aprovechar para preguntarte por el perro que aparece en el retrato que te pintó Velázquez y en el que aparecen entre otros personajes dos de tus meninas, Nicolasito Pertusato y Mari Bárbola. Este cuadro ahora se llama Las Meninas. Bueno, la primera pregunta es ¿cómo se llama el perro, en caso de que sea perro y no perra? , en el caso de ser perra ¿es la perra que te regaló don Luis de Haro? He oído decir que era perro y se llamaba Jako.

M- Prefiero no responder a esa preguntas, algo me tengo que guardar para mí, es mi vida privada. Si quieres saberlo, investiga…

Y ya que sacas el tema, no me gusta nada que al retrato que me hizo el Aposentador de mi padre, ese que ordenaba encender la chimenea de mi Cuarto, se llame «Las Meninas«, ¿desde cuándo ellas son las protagonistas del lienzo? la protagonista del cuadro soy yo, la querida hija del rey. En él aparezco como el vivo reflejo de mi padre. De pequeña, todo el mundo decía que me parecía mucho a él en los gustos: la música y la pintura; aunque físicamente me parezca más a mi tía la reina de Francia. Así que nada de llamar a ese cuadro «Las Meninas«, debe llamarse «Retrato de la infanta Margarita, el vivo reflejo de su padre el rey«, y punto.

L- Bueno, Margarita, no te enfades.

M- Me duran poco los enfados, sobre todo si me dan chocolate.

L- Perfecto, te regalo un poco, una onza del siglo XXI.

M- ¡Es sólido! No se parece en nada a la bebida de chocolate que yo tomo pero aceptaré tu obsequio. Me extraña que una plebeya como tú pueda acceder a un producto de lujo como el chocolate…

L- Se ha popularizado.

M- No me parece mal, ayudará a sobrellevar el confinamiento de toda esa gente de tu siglo. Bueno, ahora me tengo que ir, mis padres y mi hermana me esperan para ir a Aranjuez…

L- Espera Margarita, llévate también este trozo de pizza, se llama como tú «Margarita». He pensado que a lo mejor te apetecía probar cosas nuevas.

M- Ok, probaré también ese trozo de pan con tomate que me das. ¿Se llama así por mi nombre?

L- No… esa es otra historia. Es que una vez hice un taller con niños sobre ti y pregunté ¿sabéis quién era Margarita? y una niña contestó: una pizza.

M- Qué ignorante… Bueno, no tengo tiempo para más tonterías, tengo prisa.

L- Gracias Margarita, disfruta de tu primer viaje fuera de Madrid. Yo vuelvo a mi siglo de mascarillas, pantallas y virus.

M- Yo me quedo en el mío. Que visto lo visto pinta mejor.

 

Margarita confinada imagen

 

Laura Oliván Santaliestra.

Descubre el Madrid de Margarita aquí: ign.es/web/visualizador_cervantes

Agradecimientos a César Esponda, que descubrió las cartas de la condesa de Salvatierra transcritas por el duque de Almazán en los años treinta.

Bibliografía:

  • De Cruz Medina, Vanessa: Where is my room? Lodging Ladies-in-Waiting at the Spanish Court?. Paper presentado en la RSA Conference 2015 (Berlín).
  • Martínez Leiva, Gloria y Martínez Rebollo, Ángel: El inventario del Alcázar de Madrid de 1666: Felipe IV y su colección artística. Madrid, CSIC, Polifemo, 2015.
  • Oliván Santaliestra, Laura: «‘My sister is growing up very healthy and beautiful, she loves me’. The Childhood of the Infantas María Teresa and Margarita María at Court». En: Grace Coolidge (ed.): The Formation of the Child in Early Modern Spain, Farnham, Ashgate, 2014, pp. 165-187.
  • Oliván Santaliestra, Laura: «La vida «real» en los Sitios Reales (1651-1659): jornadas y culturas del cuerpo». En: Concepción Camarero Bullón y Félix Labrador Arroyo (dirs.): La extensión de la corte: Los sitios reales. Madrid, UAM, 2017, pp. 343-368.
  • Blog: El barroquista: elbarroquista.com «7 hijos ilegítimos de Felipe IV».
  • Blog: Pasión por Madrid:pasionpormadrid.com/…/los-jardines-renacentistas-del-real_19.

Y gracias a Nacho Perbech por leerse la entrada antes de publicarla.

 

Las tres «eles» o cómo salvarse de la peste

Huir «luego, lejos y largo tiempo», este era el refrán que circuló por Castilla en la Edad Media y que Juan Sorapán de Rieros, un ilustre médico extremeño, publicó en su  Medicina Española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua.  La obra se imprimió en Granada en 1616 y acabó en las mejores bibliotecas de nobles y burgueses del siglo XVII.

Aunque Juan Sorapán registró aquella recomendación, no se resignó a ofrecer únicamente la solución de la huida; muy al contrario, presentó otros remedios como tomar triaca, granos de trigo y de bezoar diluidos en agua, llevar un manojo de ruda en el seno o utilizar perfumes. Más acertado estuvo al recomendar que había que lavarse las manos y la nariz en una redoma con vinagre y agua rosada. Sorapán añadía que éste era remedio «probado», pero que más eficaz era llevar una esponja empapada en vinagre de ruda y olerla a menudo. En la época los médicos pensaban que las enfermedades se transmitían por el aire contaminado y no les faltaba razón… El médico extremeño aconsejó evitar los malos olores y para ello no había mejor antídoto que limpiar la casa de inmundicias. Para refrendar su consejo citaba a Galeno: «el vapor pestífero contagioso se sujeta en el aire» (Sorapán, 72), sentenció.

De todos los consejos apuntados, el que primero seguían los nobles del siglo XVII era el más antiguo y popular, el de «las tres eles»: «huir luego, lejos y por largo tiempo», y eso es lo que hizo Johanna Theresia von Harrach con sus hijos y parte de su servidumbre a finales de 1679 cuando Viena se vio asolada por una terrible epidemia de peste. Ni corta ni perezosa, la egregia señora decidió marcharse de la capital y dejar a su marido solo ante el peligro; bueno, diremos en favor de Johanna que su esposo Ferdinand tenía que cumplir sus obligaciones como miembro del Consejo Secreto del emperador, entre las que se encontraba: huir luego, lejos y largo tiempo allá donde fuera Leopoldo I; sí, porque Leopoldo acabaría huyendo de Viena, pero no sin antes prometer que levantaría una columna votiva si Dios se dignaba a salvar la ciudad de la mortífera pestilencia.

Johanna y sus hijos hicieron las maletas antes de que Ferdinand saliera de Viena con el emperador. El «protocolo» así lo exigía: «las mujeres y los niños primero» y no era para menos porque la masculinidad de su esposo se habría visto cuestionada si ella hubiera huido del peligro más tarde que él. Así que la condesa de Harrach y sus hijos Carlos, María Josepha, Franz Anton, Alois Thomas, Rosa Ángela y Johann Joseph de entre 1 y 18 años de edad, pusieron rumbo a Praga. No se fueron solos, en su camino a la capital de Bohemia les acompañó el mayordomo de su marido, Carl Ambros Maignin de Fleury y otros criados.

Tras acomodarse en su nueva residencia nuestros «fugitivos» de la peste vienesa adoptaron una serie de medidas preventivas: Johanna y sus hijos no saldrían de la vivienda, mientras que el mayordomo Carl Ambros Maignin solo pisaría la calle una vez por semana. Los criados podrían hacerlo con más frecuencia pero únicamente para cumplir órdenes, es decir, para realizar recados que garantizaran la supervivencia de sus señores. La llegada de vieneses a Praga, por muy nobles que fueran, no gustó demasiado a sus habitantes, que habían recibido noticias de los estragos que la peste estaba ocasionando en Viena, por eso no es de extrañar que en sus salidas semanales el pobre Carl Ambros se sintiera observado por «todo el mundo» con «sospecha y aprehensión».

Lo que no sospechaba Johanna Theresia era que el mal lo tenía dentro porque a las pocas semanas de encierro, uno de sus pajes más jóvenes «dio positivo» en peste. El pánico cundió en la casa y Johanna y sus hijos volvieron a poner en práctica el remedio de las «tres eles». La ex-embajadora y sus vástagos salieron apresuradamente de Praga llevándose consigo todo tipo de medicinas y a su médico personal. Con el moribundo, un médico y unos pocos criados se quedó Carl Ambros, «aguantando el tipo» y responsabilizándose de la situación; por algo el «principal» de la casa.

¿Qué hizo Carl Ambros Fleury? pues mandó al chico al lazareto para sacarse al medio- muerto de encima y se puso como un loco a desinfectar las habitaciones siguiendo las recomendaciones del médico que se había quedado con él. Carl debía darse prisa porque el emperador Leopoldo y todo su séquito, incluido Ferdinand von Harrach, su señor, se estaban preparando para salir de Viena y trasladarse a Praga. El proceso de desinfección fue el siguiente: primero Carl mandó descolgar todas las tapicerías de las habitaciones por donde había pasado el fallecido (porque el paje se murió) y ponerlas en una habitación soleada y bien aireada durante el día. Por la noche ordenó cerrar las ventanas  y rociar el aposento con un perfume «violento», léase fuerte. Por la mañana purificó la estancia con un «buen vinagre». Los días siguientes el mayordomo se encargó de desinfectar el resto de habitaciones, empezando por las de Johanna Theresia y sus hijos. Tan orgulloso estaba de su trabajo que el 9 de abril se atrevió a escribir a su amo Ferdinand que «el emperador mismo podría alojarse allí» de lo bien desinfectado que estaba todo.

Johanna y sus hijos llegaron finalmente a Brno sanos y salvos. Únicamente Carlos, el mayor, tuvo que tomar unos polvos durante el trayecto para recuperarse de un pequeño achaque. En Brno respiraron tranquilos aire sin peste y practicaron el carpe diem bailando por las noches en el jardín. El mayordomo y el resto de criados tras cumplir con la cuarentena, se reunieron con su señora. Carl Ambros Maignin contemplaría las lunas de Brno con más emoción acaso que su ama. Los señores eran los primeros en huir, los plebeyos los segundos; irremediablemente estaban más expuestos a la enfermedad, a la muerte…

Las danzas macabras de la Edad Media no hacían distinción entre ricos y pobres pero en realidad, sí la había. Que se lo pregunten a Carl Ambros, y eso que él no podía compararse con el joven paje, casi niño, que murió abandonado en el lazareto de Praga.

 

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Laura Oliván Santaliestra

Fuentes: archivos austriacos.

Sobre enfermedad, embajadas y la obra de Sorapán: Oliván Santaliestra, Laura: «Cenas, penas y soles matan a los hombres: medicina preventiva de un embajador que sobrevivió a su embajada (1663-1674).» Chronica Nova. Revista de Historia Moderna de la Universidad de Granada 44 (2018): 147-175.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Quien tiene el acceso, tiene el poder… Judith Rebecca en el Alcázar

Érase una vez una niña rubita de ojos claros que nació en un palacio pletórico de obras de arte. Como en aquella época (hace muchos, muchos años…) se creía que las corrientes de aire y los aires mismos transmitían enfermedades, los padres de la pequeña y sus criados la instalaron en unas habitaciones cubiertas de tapices y le prepararon una cama protegida por una estructura de madera llamada «camón». Cuando cumplió dos añitos, la dejaron salir de sus cuartos para que pudiera explorar el resto del palacio. Un día fue a visitar los cuartos de su padre el rey y se quedó extasiada mirando las pinturas… La niña quería mucho a su hermanastra María Teresa y a su enano Soplo, con quien bailaba el zarambeque. Y más de una vez había visto a un hombre alto y delgado, que a sus ojos parecía filiforme y cuyos bigotes le recordaban a su padre. Se hacía llamar Diego y era el que ordenaba encender su pequeña chimenea cuando ella tenía frío… su aya decía que era el aposentador de «taíta».

¿A qué habéis adivinado quién era esta niñita? Sí, efectivamente, ¡la infanta Margarita! la niña que aparece en Las Meninas.

Unos pocos privilegiados podía visitar a la infanta en sus cuartos ubicados en el ala norte del Alcázar, entre ellos don Luis de Haro. Pero ¿a qué no os imagináis quién podía entrar en su cámara como quien no quiere la cosa…? Pistas: era extranjera, mujer y no vivía en palacio. ¿Quién era? ¡Judith Rebecca! Sí, ¿os acordáis de aquella niña praguense recatolizada en Viena que se había casado con Johann Maximilian von Lamberg en 1635?

Sí, de Praga a la cámara de la infanta hay un buen trecho…, ahora lo explico: antes de llegar a Madrid Judith Rebecca había pasado una temporada en Münster y Osnabrück. No es que hubiera ido allí de vacaciones ni nada por el estilo: la razón de aquel desplazamiento se había debido a que su marido se encontraba en aquellas ciudades negociando las Paces de Westfalia, firmadas en 1648. Allí, Johann Maximilian y Judith Rebecca habían coincidido con el conde de Peñaranda y con Diego de Saavedra y Fajardo. Aquellas amistades le rentaron al conde de Lamberg porque en 1652 el emperador Fernando III le nombró su embajador en España.

Los Lamberg y sus hijos llegaron a Madrid en 1653, cuando la infanta Margarita ya había cumplido los dos años de edad. Judith Rebecca era entonces una mujer madura de 41 años, no había pisado nunca tierras hispanas, apenas conocía el idioma y jamás se había puesto un guardainfante. Pero no creáis que todo le resultaría extraño porque las cortes eran todas muy parecidas; de todos modos, ¿cómo una persona ajena a a la cultura cortesana española podía entrar en los aposentos de una niñita que estaba protegida bajo cien puertas con todas sus llaves? Pues aunque parezca raro, Judith Rebecca franqueó todas esas puertas simplemente por el hecho de que era esposa del embajador del emperador, es decir, embajadora del Imperio (aunque sería más preciso decir «de los emperadores», o aún más «de la emperatriz»).

Las esposas de los embajadores del emperador tenían el privilegio de entrar en los aposentos privados de la reina y de las infantas. Contaban los anales de palacio que esta costumbre se había institucionalizado en tiempos de la embajada del marqués de Grana (1641-1651); vamos, que la «tradición» (si se puede llamar así por sus pocos años) era reciente…; por supuesto, el embajador del emperador también podía entrar en los cuartos del rey.

Y claro está, si la embajadora se metía en el dormitorio de la infantita también podía circular con facilidad por las cámaras privadas de la reina y de las damas que vivían en el palacio. Y eso tenía sus ventajas… porque la infanta –con dos añitos– poco hablaba y sus gestos tampoco eran muy significativos, pero las conversaciones y los ademanes de la reina, de las mujeres de palacio o de la infante (sí, a María Teresa, la hermanastra mayor de Margarita la llamaban «en masculino» por sus derechos sucesorios ), podían resultar muy útiles para la embajada de los Lamberg.

¿Y qué había ido a negociar el conde de Lamberg a Madrid? Pues muy sencillo: por un lado, el matrimonio de la infante María Teresa con el archiduque Fernando, primogénito del emperador Fernando III, y por otro, subsidios para la guerra contra el turco. Enlaces y batallas eran los asuntos que más preocupaban a los diplomáticos de la Edad Moderna.

¿Y qué pinta la infantita Margarita en todo esto? Mucho, porque de su supervivencia dependían las relaciones de la Monarquía Hispánica con los Habsburgo austriacos. Así que Judith Rebecca von Lamberg debió de rezar más de una vez por la salud de la pequeña.

¡Qué viva la infanta Margarita! Continuará…

 

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Bibliografía:

Tercero Casado, Luis, «“Un atto tanto pregiuditiale alla mia persona”. Conflictos de precedencia entre Madrid y Viena (1648-1659)», Ohm: Obradoiro de Historia Moderna 21, 2012, pp. 287-307.

Oliván Santaliestra, Laura,»»My sister is growing up very healthy and beautiful, she loves me»: The Childhood of the Infantas María Teresa and Margarita María at Court», en The Formation of the Child in Early Modern Spain. Editado por Grace E. Coolidge (Farnham, Ashgate, 2014), pp. 165-188.

Oliván Santaliestra, Laura, «Judith Rebecca von Wrna and Maria Sophia von Dietrichstein: Two Imperial Ambassadresses from the Kingdom of Bohemia at the Court of Madrid (1653–1674)», Theatrum Historiae 19, 2016, pp. 95–118.

Y los archivos austriacos.

Agradecimientos a César Esponda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Defenestración, ladrona de infancias…

La primera vez que fui a Praga era noviembre. El cielo estaba encapotado, hacía un frío gris y la ciudad estaba tan bella que dolía. Al recorrer sus calles llenas de turistas deseando perderse, curiosos con ganas de impregnarse de historia y praguenses con prisas, me acordé de una niña llamada Judith Rebecca que vivió en sus propias carnes el comienzo de la Guerra de los Treinta Años.

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El 23 de mayo de 1618, la pequeña Judith Rebecca tenía seis añitos. Para ella sería un día más de primavera. Lo que no sospechaba mientras jugaba con su hermano era que esa mañana iba a marcar el principio del fin de su plácida vida. Aquel día un grupo de aristócratas bohemios arrojaron por la ventana a dos representantes del nuevo emperador Fernando II y a su secretario. Milagrosamente ninguno de los tres falleció: un oportuno montón de estiércol amortiguó su caída y una vez recuperados del susto, corrieron a refugiarse en el palacio Lobkowitz donde la señora de la casa, Polixena de Perstyn y Manrique de Lara, una ferviente católica de origen español, les brindó refugio enfrentándose a la turba que los perseguía. Abro un inciso para comentar que el palacio Lobkowitz fue el primer edificio que pisé en Praga y que de una de sus cientos de paredes cuelga el retrato de esa Polixena que acogió a los defenestrados; en ese cuadro, la noble checo-española luce tez blanca, cabello caoba, ojos azules y labios tan finos como rojos; un clavel encarnado coquetamente colocado en su oreja derecha le da un aire desenfadado. Pero no me quiero detener en Polixena, que bien merecería un tesis entera. Vuelvo a la pequeña Judith Rebecca.

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La defenestración de Praga de 1618 cambió la vida de nuestra protagonista porque sus padres, el conde Georg von Wrbna y su esposa Helena eran protestantes en un reino en el que Fernando II estaba dispuesto a imponer el catolicismo. La guerra estalló en 1619 cuando Federico V del Palatinado fue coronado rey de Bohemia por los nobles rebeldes. El padre de Judith, que apoyaba a Federico, se jugó la vida en la Batalla de la Montaña Blanca (1620). George no murió pero fue apresado y condenado a muerte. Judith tenía ocho años. Resulta difícil imaginar el miedo que debió sentir su madre Helena al verse sola con dos hijos y sabiendo que su marido iba a desaparecer pronto. Sin embargo, George fue oportunamente perdonado por Fernando II. Su servicio al malogrado emperador Rodolfo II le había granjeado importantes contactos en Praga que bien podrían haber influido en aquel perdón. El padre de Judith logró salvar la vida pero todos sus bienes le fueron confiscados. En la más absoluta miseria y acusando las penurias que había pasado en la cárcel, George von Wrbna enfermó del alma más que del cuerpo y falleció en 1625, dejando a una viuda y dos huérfanos, sin dinero, sin casa y sin honor.

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Desde la Defenestración de Praga, Judith Rebecca había crecido rodeada de incertidumbres. Ahora que su padre había muerto, su madre debería luchar. Y vaya si lo hizo. Helena von Wrna fue obligada a convertirse al catolicismo y a recatolizar a sus hijos. Con los pocos bienes que pudo recuperar tras el fallecimiento de su esposo, la madre de Judith Rebecca se marchó a Viena donde iniciaron una nueva vida. Helena se volvió a casar y sus hijos fueron educados en la corte. Los jóvenes bohemios pasaron de ser los hijos «conversos» de un noble rebelde a dos católicos reputados al servicio del emperador: el hermano de Judith se hizo jesuita y ella se casó en 1635 con el conde Maximilian von Lamberg.

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Judith Rebecca no volvió nunca más a Praga, la ciudad en la que su infancia le fue arrebatada. ¿Qué recuerdos guardaría de su padre?, ¿lo volvería a nombrar en público o pronunciaría su nombre en privado?, ¿renegó totalmente de la fe protestante?, ¿surtió efecto la recatolización a la que fue sometida?, ¿hasta qué punto le marcó la guerra de Bohemia? Eso me preguntaba yo mientras ascendía por una de las calles más empinadas de Praga. La ciudad no me respondió y eso a pesar de que sus piedras todo lo saben. Judith Rebecca fue testigo de excepción de los inicios de un conflicto bélico que sacudió los cimientos de la Europa del siglo XVII… ¿acaso también presenció su fin? Continuará.

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Bibliografía:

Katrin Keller, Hofdamen. Amtsträgerinnen im Wiener Hofstaat des 17 Jahrhunderts, Wien: Böhlau Verlag, 2005.

Y los archivos austriacos…

En busca de la tumba perdida…

Encontrar los restos de Juanica me llevó casi dos años, y no porque fuera difícil encontrarlos, más bien todo lo contrario. Todo empezó a las pocas semanas de llegar a Viena: yo había leído en el libro de Susanne Claudine Pils que la última voluntad de Johanna Theresia había sido ser enterrada en la cripta que la familia Harrach tenía en la iglesia de los Agustinos de Viena; templo muy conocido porque allí se casó Sisí. Así que, una mañana, ni corta ni perezosa, me fui a ver si encontraba la tumba en la iglesia; la tarea no podía ser más fácil (eso pensé, muy erróneamente), sólo tenía que darme un paseíto y descubriría el epitafio: «Aquí yace Johanna Theresia, condesa de Harrach, fallecida en 1716» –. Pero nada de eso, miré en cada muro, repasé piedra a piedra el suelo de la iglesia. Allí sólo había un monumento funerario, el dedicado a la hija favorita de la emperatriz María Teresa: la archiduquesa María Cristina (1742–1798), apodada cariñosamente «Mimi». Mimi se había casado por amor con Alberto de Sajonia, el señor que da nombre a la Albertina, esa parte del Hofburg que hoy alberga una de las mejores colecciones del mundo de acuarelas, grabados y dibujos (uno de ellos, el famoso conejo de Alberto Durero). El imponente conjunto escultórico que rinde homenaje a la archiduquesa fallecida fue encargado por el susodicho Alberto a Antonio Cánova. El monumento es impresionante, pero dentro no hay nadie: ni «Mimi», ni, por supuesto, Juanica.

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Lo que sí descubrí en la iglesia de los Agustinos, justo al lado de la sacristía, fue un recinto cerrado por una verja donde ponía: Herzgruft (Cripta de los corazones). El nombre era muy aparente porque resulta que en ese lugar reposan los corazones de los miembros de la familia Habsburgo (luego me enteré que las vísceras estaban en las catacumbas de la catedral de San Esteban). Los cuerpos resposan – como todo el mundo sabe en Viena – en la cripta de los capuchinos. Todas estas marraneces barrocas me dan un poco de asco; pero claro, son cosas propias de la época y a mí no me toca juzgarlas. En el cartel ponía que la ‘apasionante’ cripta de los corazones se podía visitar después de la misa del domingo, por lo que me dije – Bueno, a lo mejor detrás hay una puertecita que da a otra cripta y allí está Johanna Theresia –.

Al siguiente domingo volví a la iglesia de los Augustinos con la intención de meterme en cripta de los corazones y descubrir la puerta secreta que me conduciría hasta los huesitos de Johanna. La visita era guiada y consistía en una pequeña charla sobre el origen de la Gruft; luego te dejaban ver a través de una ventanita el habitáculo donde están las urnas que contienen los corazones; no me pareció nada que valiera la pena. Y, por supuesto, de Juanica, ni rastro.

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Así que me armé de valor y pregunté a la guía si sabía dónde estaba la cripta de los Harrach. Craso error, porque la pobre señora no tenía ni idea y, lo peor, en vez de decirme simplemente que no lo sabía, fingió saberlo, me dió una respuesta que no era correcta y allí comenzó mi deambular por Viena en busca de la tumba de Juanica. Bueno, lo que la ‘marisabidilla’ me dijo fue que los Harrach no estaban en los Agustinos, sino en la Schottenkirche (la iglesia de los Escoceses) y en la iglesia de Rohrau, un pueblo a cuarenta kilómetros de Viena. Pienso que a la señora se le ocurrió decir eso símplemente porque la Schottenkirche está en frente del palacio Harrach en Viena y porque en Rohrau está uno de los palacios de la familia. Me quedé con esa ‘vaina’ en la cabeza. Creí a aquella mujer  quizás por que llevaba gafas y eso da autoridad. Bien, el siguiente paso fue ir a visitar la cripta de la iglesia de los Escoceses.

La cripta de los Escoceses se visitaba a las dos de la tarde, una hora ‘perfecta’ para una española recién llegada a Viena. La visita fue guiada y duró tres horas durante las cuales traté de encontrar a Juanica; todo fue en vano. En la cripta reposaban muchos cuerpos de renombradas familias: Zinzendorf, Porcia, Dietrichstein o Khevenhüller, pero de los Harrach ni mención. – Johanna debe estar en Rohrau –, me dije. Pero me dio pereza ir hasta ese pueblo y dejé por unos meses de buscar a la ‘muerta’ para buscar a la ‘viva’ en sus cartas y demás escritos. ¿Para qué quería saber dónde estaba? ¿No me valía con urgar en sus documentos? ¿No podía dejar a Juanica descansar en paz? La pobre debía de estar revolviéndose en la tumba sólo de pensar que una plebeya como yo estaba tocando todos sus papeles.

Pasado el tiempo volví a la carga. Un amigo de la universidad me dijo que quizás Juanica estaba durmiendo el sueño de los justos en la cripta de la iglesia de San Miguel porque allí había mucho ricachón de tiempos de los Habsburgo. – Además – me dijo mi compañero – podía ser que aquella cripta se hubiera comunicado alguna vez con la de la iglesia de los Agustinos. Esa tesis casaba muy bien con la información dada por Susanne Claudine Pils en su obra. Conseguí información de los muertos de San Miguel y, desgraciadamente, según me dijeron los que los conocían, éstos no tenían el gusto de compartir sepultura con tal egregia embajadora. Así que me quedé donde estaba.

Visité otras criptas cuyos nombres no puedo citar. Las fotos que adjunto son de una de ellas. En ninguna estaba Juanica.

Habían pasado casi dos años desde mi primera visita a la Augustinerkirche y se aproximaba el fin de mi estancia en Viena. No podía irme sin averiguar dónde estaba. Todo se resolvió al final ‘a golpe’ de mail. ¡No se cómo no se me ocurrió antes! Harta de todas esas búsquedas infructuosas que he relatado, decidí mandar un correo electrónico a los monjes Agustinos. Me contestaron muy amablemente: la cripta de los Harrach estaba en su iglesia pero en un lugar no accesible al público, en el altar. No se podía entrar en el interior pero sí  ver la losa de acceso y su inscripción. El padre agustino me invitó a ir cuando quisiera, sólo tenía que acercarme a la iglesia y pregutar por él. Fui a la semana siguiente, dije que era la chica interesada en la tumba de los Harrach, retiraron la cuerda del altar y me dejaron pasar; hice todas las fotos que pude. La lápida de los Harrach no estaba ni el lado de la epístola ni en el del evangelio: estaba justo en el centro. ¡Justo en el centro! ¡qué curioso! ¡estar enterrado en el sitio más relevante del templo y ser invisible al mismo tiempo! ¡Nadie puede ver la tumba de los Harrach a pesar de que está situada en un lugar más importante de la iglesia !

Ironías del destino. A punto de regresar a España, encontré a Juanica.

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Lápida que da acceso a la cripta de los Harrach en la Augustinerkirche.

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Altar de la iglesia de los Agustinos.

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Los veranos de las embajadoras: ocios y negocios

Antes de ayer cayeron las primeras lluvias en Granada desde hace meses y hoy hasta me he tenido que poner una chaquetilla a primera hora de la mañana. Parece que el verano se va despidiendo poco a poco y, con él, las vacaciones… aunque éstas, para muchos, hace ya unos días que son historia. Lo que tiene el fresquito es que te da más ganas de trabajar. La asociación entre frío y trabajo, y entre calor y descanso la tenemos bastante clara en nuestra sociedad pero en la Edad Moderna las cosas no eran tan sencillas; desde luego, para las embajadoras estos binomios no funcionaban. Hiciera frío o calor, las ocupaciones no faltaban como tampoco los ratitos de relajo, porque eran humanas.

¿Tenían vacaciones las embajadoras? La pregunta puede parecer un poco rara teniendo en cuenta que el concepto de «vacaciones de verano» no existía en la época. La palabra «vacaciones» la define Sebastián de Covarrubias en 1611 como «los días que se dan recreaciones a los estudiantes en las universidades»; según esta definición, sólo los jóvenes pupilos tenían días de asueto oficiales para descansar de las largas jornadas de estudio.

Las vacaciones de hoy en día aún no estaban inventadas pero sí el descanso y el entretenimiento en oposición al «oficio» o al «negocio», en definitiva, al «trabajo». El «ocio» se oponía en la Edad Moderna a la «ocupación». José Deleito y Piñuela, en su entretenida obra El rey se divierte, relató de manera muy amena los numerosos ratos ociosos de Felipe IV; una «ociosidad» que sólo podía darse cuando el monarca cumplía con sus rutinarias «ocupaciones» que comprendían nada más y nada menos que el gobierno de la monarquía.

Pero dejemos a Felipe IV y concentrémonos en nuestras embajadoras y sus veraneos en la Villa y Corte. Las embajadoras del Imperio en Madrid en la segunda mitad del XVII no tuvieron «vacaciones» porque no eran estudiantes, pero sí verano y diversión entre «ocupación» y «ocupación», porque el ritmo de vida de estas mujeres variaba muy poco antes, durante y después de la canícula (recordemos que para los romanos, la canícula iba del 24 de julio al 24 de agosto, momento en el que se podía contemplar en el cielo a la estrella Siria, igualmente llamada «pequeño perro»); vamos, que durante los meses de julio y agosto las embajadoras no paraban quietas en lo que a oficios, negocios y trabajos se refiere. Aunque también tenían sus momentos de solaz, que el calor indubitablemente – como ahora – propiciaba.

Relataré aquí los veranos de la condesa de Pötting, Maria Rosina Sophia Dietrichstein, esposa de Franz Eusebio von Pötting, embajador cesáreo en Madrid entre 1663 y 1674. ¡El matrimonio pasó diez tórridos veranos en capital! ¿Cómo se las arregló la joven embajadora de origen checo para combatir los bochornos? ¿Qué cambiaba en su vida con respecto a las otras estaciones?

Podemos pensar que a lo mejor no hacía tanto calor en el siglo XVII como ahora. La Pequeña Edad de Hielo debió hacer de las suyas por los madriles, aunque parece que el ‘peor’ periodo de frío en España fue entre 1570–1610 y, en ese intervalo, la condesa de Pötting aún no había nacido, así que vamos a suponer que Maria Rosina Sophia, acostumbrada a climas más continentales, pasó calor, mucho calor. Su marido, el conde de Pötting, dejó estos testimonios en su afamado diario: «No salí de casa por haçer una tremenda calor». Ese mismo verano, a finales de agosto anotó: «este dia ha sido tan tremendamente caluroso que todos se hallaron espantados».

Protegerse del sol era obligado y no sólo porque en aquella época el moreno conguito no estaba de moda, sino porque el calor excesivo se consideraba altamente peligroso para la salud. En la Edad Moderna, se creía que los cuerpos eran muy porosos, en consecuencia, cualquier efluvio maligno podía penetrar fácilmente por esos poros que conectaban el amenazante exterior con el delicado interior y hacer estragos en los humores corporales. Imprescindible era por tanto evitar que los rayos solares entraran a través de la piel. Creo que esto me suena… Las cremas de sol aún no estaban inventadas pero les faltaba poco para estarlo.

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La condesa y su marido, para combatir los calores, tuvieron muchas armas a su alcance; la primera: quedarse en casa, una solución muy eficaz. La segunda: aligerar sus ropas, como aquella vez en la que se pusieron luto corto y ligero por la muerte del conde Piccolomini; aunque Maria Sophia, un quince de agosto, curiosamente estrenó un hábito de San Francisco de Paula, según su esposo «por devoción», aunque quién sabe si fue por penitencia (lo digo por el calor que debió pasar debajo de él); ¿o quizás se lo puso para que los rayos del sol no le quemaran la piel? En cualquier caso, llevar el hábito habría tenido varias funciones: sufrir, conservar la salud, mantener la piel bien blanquita y además dar una imagen muy conveniente de santidad. Una tercera opción para la evitar los calores era estar en contacto con la naturaleza: la condesa de Pötting y su marido, después de cumplir con sus obligaciones, solían ir a pasear al campo «para tomar el fresco». Entre sus rutas favoritas en verano estaban el ‘clásico’ Prado, el paseo del río, o El Retiro, donde las mañanas eran muy fresquitas, sobre todo a las seis, una hora muy buena según Pötting para «refrescarse».

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Al margen del calor y de las cabriolas que había que hacer para que éste no afectara a los órganos y a la cabeza, los veranos de las embajadoras eran muy rutinarios en cuanto a ocio y negocio se refiere.

El verano comenzaba con dos preliminares: el cumpleaños del emperador Leopoldo I el nueve de junio y las festividades del Corpus con los Autos de palacio. La estación se inauguraba oficialmente con la noche de San Juan y sus baños rituales en el río Manzanares. Los embajadores acudían prestos con sus carrozas a remojarse en aquellas aguas mágicas. A finales del mes de junio, la familia real se ‘retiraba’ a El Retiro, lo cual cambiaba la habitual ruta que seguían las embajadoras para ir a visitar a la reina Mariana de Austria, ya que en vez de ir hacia el oeste, donde se ubicaba el Alcázar (en las inmediaciones de la actual plaza de Oriente), tenían que dirigirse hacia el este, al otro lado de la ciudad, pues ésta era la orientación que tenía aquel palacio de verano tan acertadamente llamado «El Retiro». Mariana de Austria esperaba a la condesa de Pötting en sus retirados aposentos… descansando de la calima y acaso abrruntando uno de sus acostumbrados dolores de cabeza.

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El mes de julio se iniciaba con el cumpleaños de Maria Sophia. La embajadora cumplía años el día once pero su marido siempre le entregaba los regalos el día uno o el dos. Entre los obsequios que recibió en las once efemérides que celebró Maria Rosina Sophia en Madrid se pueden encontrar: «agradables y curiosas galanterías», «algunas alajillas de buen gusto», «un San Antonio engastado con diamantes que valió cien ducados de plata», «un nudillo de diamantes», «seis abanicos que su esposo hizo venir de París», «una cajilla de filigrana, cintas y prendas de Flandes», «un bien hecho nudillo de diamantes» y «un relojillo de plata». Aún no he averiguado la razón por la que Pötting «colgaba» (hacía regalos) a su mujer entre el uno y el dos de julio si el cumpleaños era el once… si alguien tiene alguna idea, por favor que me la diga. El día del cumpleaños de Maria Sophia, lo que sí hacía el conde, era ponerse «joya», es decir, colocarse en el pecho una joya que seguramente contenía el retrato en miniatura de su mujer. De este particular modo se celebraban los cumpleaños: decorando el atuendo elegido para la festividad, con un retrato-joya del homenajeado. Un verano, el matrimonio celebró el cumpleaños yendo al santo Christo de El Pardo.

La siguiente fecha para recordar en el calendario de julio era el cumpleaños de la infanta Margarita, a partir de 1666 emperatriz y esposa de Leopoldo I. Los Pötting celebraban ese día acudiendo a palacio (a El Retiro, normalmente) con las joyas de rigor. Allí «cumplían» dando la enhorabuena a la «Señora Empetratriz», como llamaban a la infanta, y a la reina doña Mariana, por ser la madre de ésta. Algún mes de julio también fueron ese día a San Plácido a ganar el jubileo. En el verano de 1664, como aún estaba vivo Felipe IV, el conde de Pötting pudo acudir al oficio que el rey practicaba con los caballeros de la orden de Santiago, el día 25 de julio. Acababa el caluroso mes con la fiesta de San Ignacio que los Pötting celebraban acudiendo a misa a la iglesia del Noviciado de la Compañía de Jesús, situado en la calle de San Bernardo.

En agosto, la embajadora iba con su marido a la fiesta de San Alberto a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen. Juntos tomaban el agua bendita de aquel santo para purificarse. En agosto de 1664, tuvieron que hidratarse bastante con aquellas aguas porque aún les duraba el susto del incendio de las barcas del estanque de El Retiro, acontecida sólo dos días antes. Era en aquellas aguas cristalinas de su palacio de verano, donde los reyes solían holgarse y ‘vengarse’ de los calores.

Avanzaba el mes de agosto con el cumpleaños de Pötting el día diez, día de San Lorenzo. El embajador siempre remarcaba esta coincidencia; al igual que el calor que se pasaba en esa fecha: «en este día en toda España debajo de las piedras en qualquiera parte se coge verdadero carbón, lo que yo probé por mí mismo». Para celebrar su aniversario, Pötting se confesaba y comulgaba. Uno de sus mejores días de cumpleaños fue sin duda el diez de agosto de 1668; esa jornada, Pötting, su esposa y su hija Inés fueron a visitar el jardín del Almirante de Castilla, hacia el Prado viejo, un vergel «digno de ser visto». Luego se fueron a El Retiro donde merendaron a la orilla del estaque; una buena manera de celebrar San Lorenzo, ‘san’ Pötting y de vencer al terrorífico sol laurentino.

El día quince, día de Nuestra Señora, era una fecha muy señera: los Pötting se confesaban y comulgaban, oraban en su capilla privada de la calle de la Luna, acudían a palacio y escuchaban el sermón de turno. Por la tarde iban a la iglesia de Las Maravillas y luego a pasear al campo.

Se cerraba el mes y acaso el verano con el día 28 de agosto. Era ésta otra efemérides importante en casa de los Pötting, pues se conmemoraba el cumpleaños de la primera mujer del conde, fallecida, claro está. Al embajador le gustaba honrarla y recordarla durante toda la jornada. En el año 1666, además, Pötting se acordó de la coincidencia de tres cumpleaños en el mes de agosto: el suyo el día 10, el del hijo que había tenido con su primera mujer, muerto de niño, el día 18, y el de ésta, el día 28.

Entre cumpleaños, paseos y festividades religiosas, los Pötting también trabajaban en verano: hacían y recibían visitas, y acudían a palacio a ver a los reyes. La rutina de los negocios se combinaba con la rutina del ocio. Pero entre una y otra rutina también ocurrían cosas extraordinarias… como el eclipse de sol del día dos de julio de 1666. Sucedió entre las cinco y las siete de la mañana, por lo que no alivió mucho los calores (más útil hubiera sido a las cuatro de la tarde). Corría la voz de que a quien sorprendiera durmiendo, sufriría grandes daños. El conde de Pötting dijo que tal rumor era «una patarata», pero, por si acaso, su mujer y él observaron el fenómeno desde su jardín.

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Este verano habría ido bien algún eclipse de sol que otro… porque el calor ha sido furo. ¿Tendré que usar hábito como Maria Sophia? Lo pensaré para el verano que viene, quizás sea más práctico para protegerse del sol que gastar tanto dinero en cremas. En fin, ¡feliz comienzo de otoño! y ¡bienvenido sea el fresquito!

 

 

Bibliografía: Miguel Nieto Nuño (ed): Diario del conde de Pötting, Embajador del Sacro Imperio en Madrid (1664-1674), Madrid, 1990 y 1993.

Volver… o regresar al futuro.

Hoy cae un sol inmisericorde sobre Granada. Hace calor, mucho calor. Llevo en España más de tres meses y medio y aún no había tenido el sosiego necesario para sentarme frente a una nueva entrada del blog.

Sólo se me ocurre escribir de la salida de Viena y la vuelta a Granada. El día que salí de Viena con mi marido, cuatro maletas, una mochila de once kilos, dos chelos y una gata, no recuerdo si hacía calor o frío… seguramente no hacía nada de las dos cosas. Sí recuerdo que no miré atrás, salimos casi corriendo del piso donde habíamos vivido los dos últimos años, sin pena ni gloria, sin tristeza y sin alegría. Me había imaginado el momento de la «despedida» con más ‘chicha’ pero no. Teníamos prisa por llegar al aeropuerto, no perder el avión, las maletas, la gata o algún chelo por el camino (la mochila era imposible porque la llevaba a la espalda). Así que no hubo tiempo para sentimentalismos poco prácticos.

Unas horas después aterrizábamos en Granada. Mientras el avión tomaba tierra recuerdo que dije más o menos en voz alta: «Bienvenidos al país de la luz»; en ese momento una pasajera que estaba sentada delante de mí en el avión se volvió y sonrió, ¡A saber las horas de oscuridad que había ‘sufrido’ la pobre! Parece un tópico pero es cierto que la luz es lo que más me sorprendió al volver (eso y la comida, otro topicazo). Bajamos las escalerillas del avión y la luz lo inundaba todo a pesar de que la tarde estaba bastante avanzada. Los días siguientes apenas tengo recuerdos. Bueno, sí, alguno más relacionado con la luz: al día siguiente de mi vuelta, di un paseo por las calles de Granada para hacer papeles y la luz me cegaba, tenía que cerrar un poco los ojillos para ver. Y otra cosa que todo el mundo siempre señala: las voces altas en las cafeterías. Entré en una a tomarme un café y el ruido me pareció atronador. Ese primer contacto con las calles y espacios interiores de la ciudad fue brusco, chocante, pero también mágico, casi onírico. Los primeros días me parecía estar en un sueño, pero no precisamente en uno muy «bueno»; la sensación de irrealidad no me  siempre me resultaba agradable. Era como si estuviera con un pie en Viena y otro en una ciudad que me resultaba familiar pero extraña al mismo tiempo.

Todo era muy raro: me sonaban los nombres de las calles pero no sabían dónde estaban, los autobuses me parecían iguales a los que yo había conocido, pero no eran exactamente los mismo y tampoco hacían exactamente las mismas rutas (el LAC es un invento de menos de dos años; los de Granada me entenderán), el edificio de la Facultad de Filosofía y Letras era idéntico, pero la gente no era la misma, bueno sí, pero no… los alumnos que yo había conocido se habían ido y si no lo habían hecho, sus caras habían cambiado…, en mi mundo personal las cosas no eran menos extrañas: los amigos seguían allí pero sus vidas eran algo diferentes y los hijos de los amigos ¡Ya no eran niños!, eran adolescentes… cuando de repente mis amigos me decían ¡Mira cuánto ha crecido Fulanito o Fulanita!, me quedaba paralizada ¡El tiempo había pasado! Esos chiquillos que ahora tenían mirada de adultos en ciernes casi no se acordaban de mí. Para ellos dos años habían sido como dos décadas y para mí, al verlos, casi podría decir que también. El tiempo… siempre tan relativo, tan traicionero, tan curativo también…

Sí, en esos momentos me sentía como si hubiera regresado al futuro. Y en realidad así era: había regresado a una Granada que para mí era el futuro, una ciudad que estaba en un tiempo futuro mientras que yo me había quedado anclada en el pasado, en la Granada de marzo de 2014. Aquella era mi Granada, la que yo recordaba, y no esa de abril de 2016.

Sí, lo reconozco, me ha costado bastante adaptarme. El primer mes mi vida era un caos de cajas, recuerdos, caras cuyos nombres no acertaba a recordar…, horarios caóticos, gritos y un «entender todo lo que se decía en los autobuses y en la calle» pero a la vez ¡no entender nada! y con ello me refiero a tener que esforzarme para comprender comportamientos y formas de actuar que tenía olvidados pero que curiosamente, sin saberlo, había echado mucho de menos.

Los reencuentros han sido emocionantes y duros, como las despedidas en mi última semana de Viena. Un mes antes de regresar a este futuro que por fin ya es presente, confesé a Nacho mi miedo ante al vuelta a España. Temía que la adaptación me resultara difícil. Ese temor puede parecer tonto, terriblemente tonto después de haber pasado dos años en Viena peleándome con el alemán y la cultura austriaca (terminé adorándola, lo confieso);  más tonto e insultante aún si se piensa que a la vuelta me esperaba un trabajo maravilloso y una estabilidad que no había podido imaginar ni en mis mejores sueños. Pero lo cierto es que estaba muy asustada. Mis temores eran fundados porque, como digo, me ha costado adaptarme. ¿Será que la rapidez del avión no ‘favorece’ este acomodo? ¿Será que mi personalidad es así de reacia a los cambios? Todo puede ser o no. Ahora que me muevo con mi moto por Granada como pez en el agua, poco importa. El caso es que todo ha vuelto a la normalidad y punto.

Pero todo esto me hace reflexionar sobre los procesos de adaptación de las embajadoras del Imperio a España, allá por el siglo XVII. Para empezar, el viaje no duraba tres o cuatro horas sino tres o cuatro meses durante los cuales, además de perder la vida o la cabeza en el intento, estas mujeres también tenían la oportunidad de «hacerse a la idea» de lo que se les venía encima. Una vez llegadas a destino, las embajadoras tenían que ‘ambientarse’ para poder desempeñar con soltura su misión. Yo no he tenido que aprender a llevar un guardainfante para trabajar en la Universidad pero estas señoras sí que tenían que hacerlo si querían cumplir con sus obligaciones en la corte. Uf! Menos mal que he nacido en el siglo XX.

Johanna Theresia de Harrach vivió su juventud en la corte de Madrid (sí, lo sé ,esto ya lo he dicho muchas veces), como dama de doña Mariana de Austria. Pero no lo que voy a contar: Johanna regresó a la capital imperial que le había visto nacer ocho años después de aquella experiencia hispana. Para ella, la vuelta no fue fácil: Susanne Claudine Pils dice que la pobre llegó a sentirse como una verdadera «turista» en su propia ciudad. Su particular «regreso al futuro» le debió ocasionar algún que otro quebradero de cabeza: ¿Tuvo que repasar el mapa con los nombres de las calles como me ha pasado a mí en Granada? ¿Se perdió los primeros días intentando llegar a sitios cuya ubicación creía conocer a la perfección? ¿Se equivocó de estante a la hora de buscar un bote de mermelada? (Sí, Johanna hacía ella misma la mermelada). Yo me he vuelto loca en la cocina porque tenía en la cabeza la del piso de Viena. De alguna manera, salvando las barreras insondables del tiempo y el espacio, creo que me he sentido identificada, aunque sea un poquito, con mis queridas embajadoras: ellas también volvían y regresaban a un futuro transitorio que al final se convertía en su presente. Ese presente que ellas vivieron ha devenido ahora en pasado, del que ahora humildemente me ocupo. Pero no adelantemos acontecimientos… Voy a vivir  mi maravilloso presente y que el pasado, de momento, sólo sea mi objeto de estudio. ¡Feliz verano!

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Rosita de Harrach y el Christkindl

 

Joeux noelEl año pasado por estas fechas aún no tenía muy claro quién era el Christkind… Yo estaba convencida de que era el «niño Jesús» y no, resulta que el «niño Jesús» es el «Jesus Kind» y no el Christkind o Christkindl, como me insistió un día mi gran amigo Alexander.

En uno de los tradicionales mercadillos navideños de Viena, concretamente en el del Altes AKH, una amiga mía japonesa y su marido, un alemán de padres rusos, me estuvieron explicando qué era el Christkind y aún me liaron más la cabeza: resulta que el Christkind era una especie de «espíritu del niño Jesús o más bien de la Navidad» con forma de angelito con ricitos rubios y alas que llegaba volando a las casas de los niños y dejaba los regalos. El Christkind, insistía mi amiga japonesa -que sabe más del tema que los propios austriacos-, no era exactamente el niño Jesús, sino una representación suya, e incluso a veces se representaba no como un niño sino como una niña alada vestida con una túnica blanca.

Alexander, que es de Steiermark y conoce bien la tradición corroboró las palabras de mi amiga en uno de nuestros cafés, y me aseguró que el Christkind adquiría forma femenina. En fin, un lío. Además el Christkind venía la noche del 24, como Papá Noel, pero no coincidían o al menos no debían coincidir, vamos, que en las casas austriacas de verdad, Papá Noel era un «usurpador-robaprotagonismo» del Christkindl. Esta inoportuna concurrencia del tradicional espíritu del niño Jesús vestido como una niña y del recién llegado hombre de la Navidad llegado del norte-norte (cerca del Polo), estaba siendo motivo de polémica aquel año, pues los austriacos más apegados a la tradición reivindicaban a capa y espada al pobre Christkindl que, dado su espíritu etéreo, poco podía hacer contra el bonachón de Papá Noel, ataviado con un llamativo traje rojo y acompañado por toda una parafernalia de renos y ayudantes muy poco discretos.

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Este año me he fijado más en las tradiciones navideñas austriacas y he estado más atenta a todo lo relativo a la Navidad que pudiera aparecer en la documentación porque estaba muy interesada en saber más sobre cómo celebraran mis embajadoras las Navidades… y me he llevado más de una sorpresa.

Revolviendo en el archivo, la Navidad y sus personajes han ido apareciendo sin avisar, dándome algún que otro susto. El Christkindl se lleva el premio a eso de aparecer sin previo aviso. Debe ser que llega siempre sin avisar y, como dicen los padres a sus hij@s, si un@ es muy curios@, el Christkindl se esfuma; pero si no se espera, éste se presenta y te planta unos buenos regalos. Pues así me ha pasado a mí en el archivo: de repente, un día, el Christkindl ¡apareció! pero ¡donde no debía estar! ¿O sí?

Os cuento: Esa mañana cualquiera de un día cualquiera de una semana cualquiera me encontré con una carta escrita por Rosa Ángela von Harrach, la hija de Johanna Theresia, condesa de Harrach, de la que ya hemos hablado largo y tendido. La carta de la pequeña Rosa, que debía contar con 6 o 7 años de edad, estaba dirigida nada más y nada menos que ¡al Christkindl!

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Resulta sorprendente encontrarse con un tipo de documento tan entrañable… (es como si me hubiera encontrado con la carta de un niño del XVII para los Reyes Magos, porque para mí el Christkindl no significa mucho… pero los Reyes… eso es otra cosa, a esos sí que les tengo una fe tremenda porque me traen todo lo que pido y más…je, je…).

Bueno, volvamos al tema… que me llevé una gran alegría ¡la hija de Johanna Theresia escribiendo al Christkindl y pidiéndole regalillos! ¡Qué bonito! Le hice un escáner al documento y me fui tan contenta a casa. Pero ahí no acaba la cosa.

Como bien sabéis, mis embajadoras eran muy muy muy católicas: devotas de la Virgen y de todos los Santos. Johanna Theresia, la madre de Rosa, llegó a fundar en Viena el monasterio  de los Trinitarios blancos españoles en la calle Alser, era coleccionista de reliquias y se trajo de España un escaparate con un niño Jesús de procesión  que colocó en sus aposentos. Las familias nobles más cercanas al emperador Leopoldo I debían demostrar continuamente su catolicidad y su firme compromiso con el proceso Contrarreformista. Por eso, cuando en uno de mis habituales cafés con Alexander, éste me dijo que el Christkindl era protestante me quedé de piedra. -¡Pero si Rosa escribía al Christkind!!!- le respondí. -¿Es que el Christikindl era «usanza» protestante en aquella época? -Pues resulta que sí.

En la actualidad el Christkind «viene» a las casas de católicos pero en la época de mis embajadoras el niño alado era de «uso» exclusivo de protestantes ¿Cómo podía ser eso? ¡Pero si mis embajadoras eran más católicas que nadie!, o al menos, eso creía yo… En fin, aún no he resuelto el misterio de la carta de Rosa al Christkindl.

Según me contó Alexander, el Christkind fue implantado por Martín Lutero para desterrar a San Nicolás de los hogares protestantes. Nicolás era obispo de Myra pero un santo al fin y al cabo. El Christkind se ajustaba más a su espíritu reformista así que Lutero decidió que sería éste el que  visitaría a los niños protestantes y no el día 6 de diciembre como hacía Nikolaus, sino la noche del 24, coincidiendo con la Nochebuena. El Christkind no se introduciría en los países católicos hasta el siglo XIX… y la carta de Rosa está fechada aproximadamente en los años 1681-82.  ¿Cómo se había «colado» en Christkind en su familia? El hecho de que Rosa se refiera a él como el «Chrsitkindl Jesu» y no como el «Christkindl» a secas, complica aún más las cosas. El «Jesu» ¿Quizás lo hace «más católico»?… Más bien lo hace más enigmático.

A mí se me ocurre una interpretación pero si a vosotros se os ocurre otra estaré encantada de leerla.

Creo que el Christkindl de Rosa es cosa de su abuela Judith Rebecca von Lamberg (nacida Wrbna), otra de mis embajadoras (por su matrimonio con el conde de Lamberg) y madre de Johanna, la condesa de Harrach. Judith Rebecca, cuando su nieta Rosa escribió la carta, tenía unos 70 años, 57 de los cuales había vivido como católica, pero no los 13 primeros…

Judith Rebecca, la flamante abuela de Rosa, había nacido en tierras bohemias en 1612. Su padre, Georg Bruntalsky z Vrbna (Würben), era un aguerrido protestante que servía como consejero al emperador Rodolfo II. Su madre Elena von Vrbna, educó a Judith Rebecca y su hermano en la fe luterana y en ella crecieron los dos pequeños hasta que el destino truncó sus vidas. Tras la batalla de la Montaña Blanca el 8 de noviembre de 1620, Georg fue apresado y condenado a muerte. Gracias a la mediación de amigos poderosos, la pena le fue conmutada por la confiscación de gran parte de sus bienes. Casi en la miseria , el padre de Judith, falleció cuando ésta contaba con trece años de edad. Ella, su hermano y su madre tuvieron que convertirse al catolicismo e instalarse en Viena. Judith inició su nueva vida católica sirviendo en la corte imperial como dama de las archiduquesas. Su madre se volvió a casar con un noble católico y su hermano se hizo jesuita. Cuando en 1635, Judith Rebecca se casó con el conde de Lamberg, había vivido más años como protestante que como católica. ¿Hablaría a sus hijos del Christkind? y en concreto a ¿Johanna, la futura madre de Rosa? Podría ser que la creencia en el Christkind se hubiera mantenido en la familia como un rito íntimo, recluido en las esferas más domésticas y, por tanto,  apartado de la oficialidad católica que los Harrach mantenían.

Quizás las prácticas de religiosidad de estas familias que consideramos «puramente» católicas, sean mucho más complejas y estén delicadamente salpicadas por modismos de tinte luterano;  como el dulce «Christkindl Jesu» de la menor de los Harrach, que su abuela  Judith Rebecca atesoró en sus infantiles nochebuenas praguenses previas al estallido de la Guerra de los Treinta Años.  La muerte de su padre y su obligado proceso de re-catolización supuso el fin de «casi» todos sus hábitos protestantes… porque en lo más profundo del corazón de Judith, se quedó el Christkind, un recuerdo de la infancia con su padre que supo trasmitir con la discreción adecuada a su hija Johanna, y  ésta, a su pequeña Rosa.

Aquí dejo parte de la traducción de las inocentes palabras que Rosita dedicó al Chirtstkind:

«Queridísimo Christkindl Jesu: Quería pedirte un abrigo, un corpiño, encajes y medias de seda… si me traes lo que te pido, te prometo que me esforzaré todo lo que pueda en aprender a leer y escribir… Rosa de Harrach». (La carta no la había escrito de mano propia, de ahí que prometiera al Christkindl aplicarse más en las tareas de escritura).

¿Le trajo el Christikindl lo que pedía? Nunca lo sabremos, pero sí que Rosita le escribió con su lista de regalos. Una lista, por cierto, bastante práctica. A sus cinco añitos, Rosita debía empezar a vestir como las adultas, y a este rito de paso tan importante en el crecimiento de la niña, bien podría contribuir el Christikindl con un corpiño y demás aderezos…

Ojalá, la noche de este 24 de diciembre de 2015 el Christkindl se asome a las ventanas de todos los niños del mundo, sin distinción alguna. Y que les traiga medias, abrigos, encajes y  todo lo que necesiten… todo aquello que Rosita olvidó escribir en su carta.

Para saber más: ver estudio de este documento por Gerald Theimer «Archivalen des Monats» en la web del Österreichsches Staatsarchiv (1.09.2007).

 

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De la apoplejía a la enfermedad vampírica: el ámbar gris.

Un frío 30 de enero de 1716 Johanna Theresia Harrach, viuda de Fernando Bonaventura Harrach y ex-embajadora de España en el Imperio, sufrió un ataque de apoplejía. Con 77 años cumplidos tenía pocas posibilidades de salir con vida, aún así trató de buscar remedio y encargó a la farmacia Zum Weisen Engel, que distaba a pocos metros de su casa, una lista de remedios entre los que figuraba el ámbar gris. De nada sirvió pues apenas dos días después, el 2 de febrero de 1716, Johanna falleció en su palacio de Freyung en Viena.

En el testamento dejó escrito que la enterraran en un ataúd de cobre y con el hábito de los trinitarios blancos que desde años atrás guardaba en una de sus arcas. Su cuerpo, tal y como expresó, fue depositado en la cripta familiar de los Harrach en la iglesia de los Agustinos de Viena. Y allí yace; no así el de otra aristócrata que falleció también en Viena un cuarto de siglo más tarde (1741): Eleonora Amalia von Schwarzenberg.

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Eleonora era viuda como Johanna, había demostrado con creces su valía como administradora de sus dominios en Bohemia y tenía un hijo varón que había recibido el Toisón de Oro a la friolera edad de diez años. Sin embargo no gozó del honor de descansar eternamente junto a sus familiares en la iglesia del Hofburg. En su testamento, que posiblemente fue falsificado, dejó escrito que depositaran su cuerpo en la pequeña iglesia parroquial de Krumau, el pueblo bohemio donde tenía su castillo. Sólo el párroco, unos monaguillos y algún curioso asistieron al funeral. El banco reservado para su hijo permaneció vacío. ¿Por qué? Porque al morir, Eleonora se había convertido en un vampiro (según sus contemporáneos), cosa que no había ocurrido con Johanna, a la que los trinitarios blancos llamaban «madre amantísima».

Johanna «la madre amantísima de los trinitarios», y Leonore «la princesa vampira» tenían bastante en común y, sin embargo, sus respectivas memorias tuvieron destinos bien distintos.

Pero empecemos por el principio… en 1701, Eleonora Amalia von Lobkowicz se casó con Adam Franz von Schwarzenberg, ella tenía 19 años y él 21. Johanna Theresia, que por aquel entonces aún no era viuda, informó a su hijo Alioisio (embajador en España) de la celebración de aquel afamado matrimonio en Viena.

El matrimonio tuvo una hija en 1706, el año en el que murió el marido de Johanna. La condesa de Harrach se quedó viuda al tiempo que Eleonora Amalia se convirtió en madre, aunque de una niña. Aún con todo, la probada fertilidad de su vientre alimentó las esperanzas de otorgar un heredero varón a su esposo, el distinguido príncipe de Schwarzenberg.

La condesa de Harrach, al quedarse viuda, multiplicó sus actos de piedad: incrementó sus visitas a la iglesia de la Santísima Trinidad, ordenó convenientemente sus cartas-reliquia en la capilla de su palacio y rezó por sus amigas ya fallecidas, entre ellas la condesa de Trautson, otra ex-embajadora de Alemania. Johanna se volvió muy devota pero no renunció su placer matutino: el chocolate, ni tampoco al uso de todo tipo de medicinas  con el fin de conservar la salud. Múltiples perfumes empezaron a poblar las estancias de su palacio… la condesa hizo rociar sus habitaciones con jeringas llenas de aguas perfumadas, colocó búcaros rellenos de aguas de olor que ella misma confeccionaba e hizo bálsamos y ungüentos para aliviar sus males. Nada de esto era raro entre las mujeres (y los hombres) de la nobleza, que solían pasarse recetas medicinales como si de secretos se trataran. Johanna disponía de varios recetarios, entre ellos el recetario de perfumes del malogrado VII Duque de Montalto.

La condesa viuda también cultivó plantas medicinales en su jardín siguiendo los dictados de su marido fallecido, gran aficionado a la botánica, y guardó con mimo todos los manuscritos de alquimia que éste había acumulado en los últimos años de su vida. Tampoco se olvidó de conservar las cartas astrológicas de ambos que les había hecho el astrólogo Adriano Nigosanski en París en 1673. En las facturas conservadas de esos años aparece, cómo no, el ámbar gris, secreción biliar de cachalote, considerado entonces un perfume con altos poderes medicinales.

En 1711, cuando la condesa de Harrach se gastaba fortunas en chocolate con el fin de permanecer joven más tiempo, Carlos VI fue nombrado Emperador. Comenzó así la meteórica carrera de Adam von Schwarzenberg: El marido de Eleonora recibió de manos del nuevo Emperador el cargo de Gran Mariscal de palacio ese mismo año y el codiciado Toisón de Oro en 1712. Johanna fue testigo de estas mercedes, el Toisón también había adornado el pecho de su marido tiempos atrás, en 1665. La condesa de Harrach estaba en la etapa final de su vida y el matrimonio Schwarzenberg comenzaba a ascender… al príncipe le esperaba una prometedora carrera a la que su mujer podía contribuir si le daba un hijo varón.

Cuando Johanna Theresia muere en enero de 1716, Eleonora aún no había tenido a ese ansiado heredero. Hacía 10 años que había dado a luz a su hija Mariana y se estaba empezando a impacientar… En 1719 y con el fantasma de la infertilidad a sus espaldas, los Schwarzenberg recibieron una inesperada herencia: el castillo de Krumau   y sus posesiones en Bohemia. La tía de Adam, casada con el último conde de Eggenberg había muerto viuda y sin hijos, y no había dudado en hacer a su sobrino heredero universal de las posesiones de su difunto marido.

Adam reconstruyó el castillo de Krumau convirtiéndolo en lo que es hoy y se trasladó allí con su esposa e hija. Fiestas y cacerías llenaron la vida de los Schwarzenberg en su renovada residencia. Todo parecía sonreírles, pero algo torturaba a la princesa Eleonora: no se quedaba embarazada. Como otras nobles de su tiempo deseosas de cumplir con «su obligación», Eleonora recurrió a toda clase de remedios, entre ellos consumir ámbar gris. Aunque lo que más asustó al pueblo de Krumau fue que la princesa recurrió a la leche de loba para aumentar su fertilidad.

Eleonora ordenaba ordeñar a las lobas por la noche, tarea complicada pues aullaban de manera aterradora. Entre los habitantes de Krumau pronto se difundió el rumor de que la princesa no sólo se bebía la leche de ese animal del demonio, sino también su sangre.

Krumau

La sorpresa fue mayúscula cuando la condesa con 40 años se quedó embarazada, y más aún cuando dio a luz a un hijo varón. El niño fue bautizado como Josef Adam de Schwarzenberg, corría el año 1722.

Se inició así una etapa de esplendor en la vida de los Schwarzenberg pues al año siguiente de nacer su heredero, Adam Franz fue nombrado caballerizo mayor de Carlos VI. Eleonora se hizo retratar junto a su hijo en traje de caza en 1726. La felicidad había llegado por fin al palacio de Krumau. Aunque en el pueblo de Krumau nadie pudo olvidar que la condesa había engendrado a su vástago por medios más que sospechosos.

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Por eso, cuando en 1732 el príncipe de Schwarzenberg fue alcanzado erróneamente por una bala del emperador en el transcurso de una cacería, más de uno pensó aquella desgraciada muerte era un castigo divino por las prácticas demoníacas de su esposa. Carlos VI, llevado por la culpa, concedió a la viuda princesa de Schwarzenberg una pensión de nada más y nada menos que 5.000 florines. Además concedió a su hijo de diez años el Toisón de Oro que ya había recibido su padre en 1712. Josef Adam se quedó en Viena bajo el amparo de Carlos VI.

Eleonora se refugió en su palacio de Krumau. Desde allí administró los territorios de su difunto marido con suma inteligencia y buen hacer hasta que una extraña enfermedad empezó a perturbar sus noches… Eleonora se sentía agotada, dolorida, aquejada de un mal que ningún médico acertaba a diagnosticar. Gran aficionada a las recetas médicas, como Johanna, se gastó su pensión en comprar grandes cantidades de sustancias profilácticas con el fin de elaborar ella misma sus propios remedios. Aconsejada por uno de sus galenos, comenzó a fumar tabaco y volvió a consumir ámbar gris.

Delgada y pálida como una muerta, la condesa empezó a pasar las noches en vela. Las ventanas del imponente castillo de Krumau se iluminaban por la noche con las velas que la princesa encendía en medio de pesadillas y sudores fríos. Sus vasallos dedujeron que su señora no había contraído una enfermedad cualquiera… su mal sólo podía ser de origen vampírico. La propia Eleonora empezó a creer que estaba vampirizada y que a su muerte se convertiría en una vampira.

Los habitantes de Krumau creían firmemente en los vampiros. Los vampiros eran muertos vivientes que salían de sus tumbas para vampirizar a vivos que morirían en una profunda agonía y que a su vez se convertirían en nuevos vampiros. Para neutralizar a los vampiros había que realizar un ritual específico a los cadáveres vampirizados: se les cortaba la cabeza y se colocaba entre sus piernas, luego se les ponía una piedra en la boca para que no pudieran morder a otros cadáveres, después se les clavaba una estaca en el corazón, y finalmente se les ponían grandes piedras sobre las extremidades para que quedaran totalmente inmovilizados. Por supuesto, se les enterraba a las afueras de los pueblos, nunca en sagrado. La creencia en estos seres se había extendido por  Europa central desde principios de aquel siglo XVIII, hasta el punto de que la palabra vampiro había aparecido por primera vez en un diccionario alemán en 1732, seis años antes de que Eleonora contrajera su enfermedad.

El comportamiento de Eleonora se volvió cada vez más excéntrico. Dejó apartados sus trajes de viuda y empezó a vestirse con lujosos vestidos para recibir a médicos y nigromantes. Su cuerpo cadavérico envuelto en sedas y terciopelos de colores debió espantar a más de uno. Sus criados observaron cómo su señora escondía entre los muebles trozos de papel con signos y conjuros de dudoso origen. ¿Acaso la princesa era una bruja? Una factura de Eleonora fechada el 30 de abril (noche de las brujas) de 1739, conservada en el archivo de Krumau, contiene más de sesenta preparaciones que debió utilizar la princesa con el fin de frenar su dolencia. Los médicos que la atendían en Krumau sólo acertaban a practicarle sangrías que sólo hacían palidecer aún más su rostro.

Alarmado por los rumores que llegaban de Krumlov acerca de la enfermedad vampírica de la princesa viuda de Schwarzenberg, Carlos VI envió a su médico personal: Gerstoff, especializado en casos vampíricos. Gerstoff visitó a la enferma y ordenó su traslado a Viena con el fin de que ésta recibiera el tratamiento adecuado. Eleonora se instaló en su palacio vienés (ver imágenes) y allí murió el 4 de mayo de 1741, quizás como Johanna, utilizando el ámbar gris como remedio.

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A las pocas horas de su muerte, se le practicó una autopsia, algo nada habitual entre la nobleza. Los médicos que la practicaron cobraron un dineral por miedo al contagio. El objetivo de abrir su cuerpo no fue tanto averiguar la causa de la muerte (de la que estaban bastante seguros) sino practicar el rito contra los vampiros de manera más elegante. Cortar la cabeza a la princesa y colocarla entre sus piernas no habría resultado demasiado decente para una noble de la familia Schwarzenberg, por muy vampira que fuera.

Inmediatamente después de la autopsia, el cadáver salió en carruaje hacia Krumau. El cochero que portaba el cadáver hizo correr a los caballos para que llegaran lo más rápidamente posible a su destino. La muerta Eleonora viajó deprisa hacia su destino final: Krumau y no los Agustinos de Viena, donde reposaba la condesa de Harrach.

El entierro se celebró de noche en la iglesia parroquial de San Vito. Los habitantes de Krumau portaron antorchas y rezaron por el alma de la que seguramente era una vampira. No sabían que los familiares de la muerta habían dejado estipulado que su ataúd se rellenara de tierra sagrada y que su cuerpo fuera empalado. Parece que todas las precauciones fueron pocas para que Eleonora no saliera de su tumba. Su retrato también sufrió una decapitación póstuma: su cabeza fue recortada.

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El pánico se desató en el pequeño pueblo de Bohemia tras la muerte de Eleonora. Los ritos contra los vampiros proliferaron desatando una verdadera fiebre profanadora. Numerosos cadáveres fueron quemados, sepultados con grandes piedras y decapitados. La locura fue tal que en 1755 la emperatriz María Teresa tuvo que enviar una comisión de investigación a Bohemia para determinar si existían o no los vampiros. Los médicos investigadores del caso llegaron a la sabia conclusión de que los vampiros nunca habían existido. Pero ya era demasiado tarde para Eleonora que, para los habitantes de Krumau y el resto de Bohemia, siguió siendo la princesa vampira.

Tal fue la fama de Eleonora que su historia inspiró el poema Lenore (1773) de Gottfried August Bürger. Lenore es una novia que, desesperada por la muerte de su prometido en la guerra de los Siete Años, reniega de Dios. Su prometido regresa en forma de muerto viviente y se la lleva cabalgando hasta Bohemia; allí llegan a un cementerio donde los muertos (vampiros) los reciben. Lenore se convierte en uno de ellos.

El poema fue seguramente leído por Bram Stoker. Las huellas de Eleonora también aparecen en su novela Drácula. Stoker pensó en iniciar Dracula con un ataque de vampiros en un cementerio donde una princesa austriaca vampira se levanta de su tumba; junto a ella aparece un lobo. La referencia a Eleonora es bastante clara. Detrás de la tumba de la princesa ponía, según Stoker: «Los muertos viajan deprisa», un verso del poema Lenore de Gottfried August Bürger. Tan deprisa como viajó la muerta Elonora von Schwarzenberg de Viena a Krumau.

Johanna Theresia fue una muerta muy distinta a Elonore. Vestida con su hábito, viajó despacio y solemnemente hacia la cripta de los Agustinos. Quién sabe qué hubiera pasado si en vez de morir en apenas dos días hubiera contraído el cáncer de cérvix que acabó lentamente con la vida de la princesa Eleonora. Los años de agonía y el desespero por encontrar una cura fueron claves para ser declarada vampira.

El ámbar gris servía para todo y para nada. No curó la apoplejía de la condesa de Harrach, tampoco el cáncer de la princesa de Schwarzenberg. Eso sí, debió procurarles buen olor y la dulce sensación de una pronta sanación.

Bibliografía:

  • Archivos vieneses.
  • Die Vampir Prinzessin, Ein film von Klaus T. Steindl und Andreas Sulzer, Bundesministerium für Unterricht, Kunst und Kultur. Österreich. (Agradezco mucho a Alexander Sperl el haberme facilitado este interesantísimo documental)
  • http://www.zdf.de/terra-x/die-unheimliche-fuerstin-5247700.html
  • Oliván, Laura: «Johanna Theresia Lamberg (1639-1716): the Countess of Harrach and the cultivation of the body in Madrid and Vienna» en Joan Lluís Palos y Magdalena Sánchez (eds.):Early Modern Dynastic Marriages and Cultural Transfer, Ashgate, 2016.