Varsovia: una boda, una embajadora «extraordinaria» y un funeral

            Este blog se titula “embajadoras” sin más. A veces es necesario hacer algunas aclaraciones, porque en la Edad Moderna tenemos varios tipos de embajadoras: por un lado, las esposas de los embajadores, que tenían el título no oficial de “embajadoras” por estar casadas con un embajador (y que colaboraban con su marido en la embajada); y, por otro a mujeres que tenían el título de embajadoras porque eran embajadoras OFICIALES, es decir ¡mujeres que ejercieron el cargo de embajador con todos sus derechos! Hasta ahora, en la Europa moderna sólo he localizado a dos ¡avisadme si encontráis más!: Catharina Stopia y Renée du Bec-Crespin, condesa de Guébriant.

            Catharina y Renée ejercieron de embajadoras siendo viudas: una en Moscú, la otra en Varsovia. Las dos en el siglo XVII. Una fue embajadora ordinaria (estuvo dos años en Rusia y consiguió mejorar las relaciones comerciales entre Moscú y Estocolmo); la otra, Renée, fue embajadora extraordinaria. En la época, un embajador extraordinario era un representante del rey que se desplazaba a una corte para cumplir con una misión concreta durante un periodo corto de tiempo, por ejemplo: dar el pésame por la muerte de algún miembro de la familia de esa corte, concertar un matrimonio o acompañar a una futura reina a encontrarse con su marido; este fue el caso de Renée.

            Renée, viuda del mariscal de Guébriant, fue elegida en 1645 por la reina regente de Francia Ana de Austria (la madre de Luis XIV, que entonces era sólo un niño) para acompañar a la novia del rey polaco Ladislao IV a Polonia. Esta “novia” era María Luisa de Gonzaga, hija del duque de Nevers. La familia de María Luisa, aunque de origen mantuano, estaba vinculada políticamente a Francia. Con este matrimonio, Ana de Austria pretendía colocar a una “francesa” en el reino de Polonia, una francesa que tratara de influir políticamente en Ladislao IV.

            María de Gonzaga y todo su séquito tardaron casi tres meses en hacer el camino de París a Varsovia. Bien es cierto que paraban cada dos por tres porque todos quería agasajar a la futura reina de Polonia y a la mariscala Renée, cuyo difunto marido había combatido exitosamente en Alemania durante la guerra de los Treinta Años.

            Nosotros tardamos apenas cuatro horas en llegar a Varsovia desde Málaga ¡Qué diría nuestra embajadora-mariscala Renée si supiera que en el siglo XXI el trayecto que ella hizo en tres meses se cubre ahora en tres horas en una cápsula voladora! Aunque, eso sí, en el avión nada de banquetes ni fiestas: bocadillos gomosos y aburrimiento asegurado si no te sientas en ventanilla.

Llegué con mi marido a Varsovia la noche del 20 abril. Bastante cansada porque viajar me agota. ¡Qué fuerte era la gente del XVII que aguantaba traqueteos de carruajes durante meses! las turbulencias duran segundos y se nos hacen eternas, en fin, ¡qué flojos somos!

            Al día siguiente, día 21, por la mañana, quedamos con todos mis primos en una cafetería muy cerca de la Vía Real de Varsovia, una calle majestuosa flanqueada por magníficos palacios que conducen a la plaza del Castillo. La mariscala de Guébriant atravesó esta vía junto a su señora en marzo de 1647. Difícil saber lo que sentiría ¿estaría emocionada?, ¿le pesaría la responsabilidad que tenía como embajadora extraordinaria?

            La razón de mi viaje a Varsovia ya lo he explicado: asistir a la boda de mi primo. ¡Qué nervios! El de la mariscala atender a María Luisa de Gonzaga y cumplir con las instrucciones que le había dado Luis XIV (detrás de las cuales estaba su madre Ana de Austria, porque Luis apenas tenía entonces nueve años de edad), quizás estaría un poco más nerviosa que yo, o menos, porque la mariscala debía ser una mujer con muuuuchas agallas.

            Lucien Bély explica en su publicación sobre la mariscala de Guébriant, lo qué decían las instrucciones que el pequeño Luis XIV, Ana de Austria y Mazarino entregaron a Renée antes de salir de París. Ahí van: durante el viaje tenía que demostrar los deseos que Francia tenía conseguir una paz con España (estaban en guerra desde 1635), y de las buenas intenciones francesas… eso sí, si pasaba por territorios aliados de Felipe IV, no debía hacer mención a la guerra contra la Monarquía Hispánica, más bien tenía que guardar silencio al respecto; conducirse con prudencia era la máxima que debía seguir… Una vez en Varsovia, debía asegurarse de que el matrimonio del rey de Polonia con María Luisa cumplía con su principal objetivo: evitar una alianza de Ladislao IV con los Habsburgo austriacos, que a su vez eran aliados de la monarquía hispánica; y por supuesto garantizar las buenas relaciones entre Francia y Polonia. Por otro lado, las instrucciones indicaban que la mariscala-embajadora debía “fiarse de los consejos de los embajadores de Polonia, porque ellos conocían los intereses y los sentimientos del rey de Polonia; ellos tenían que guiar a la reina”. Por tanto, la mariscala-embajadora tenía que averiguar cómo era Ladislao de Polonia a través de los diplomáticos que vivían en Varsovia (seguramente el embajador de Francia). Conocer al rey, sus secretos e intenciones permitiría a María Luisa de Gonzaga hacerse con su corazón y penetrar en su voluntad.

            Esa mañana del 21 de abril, tras recorrer la vía real, llegamos al castillo de Varsovia. El edifico se reconstruyó en los años ochenta tras ser arrasado en la II Guerra Mundial. He de decir que, a pesar de todo, merece mucho la pena. El mobiliario es original porque se puso a buen recaudo antes del inicio de la contienda. La reconstrucción se hizo de manera muy minuciosa y hoy podemos admirar verdaderas joyas como la sala en la que Estanislao Poniatowski, rey de Polonia entre 1764 y 1789, proclamó la primera Constitución de Europa en marzo de 1791 ¡la Francia revolucionaria no sacó la suya hasta septiembre de ese año! Bien, pues en ese castillo entró la mariscala en marzo de 1646 junto a María Gonzaga. Allí vio por primera vez a Ladislao IV. Desconozco en qué sala se encontraron, quizás no exista porque el castillo sufrió cambios tras ser saqueado por las tropas suecas en 1655.

            Las celebraciones de la boda entre María y Ladislao debieron ser esplendorosas. Pero para boda importante la de mi primo y su novia polaca. Se celebró esa tarde del 21 de abril. Una boda civil en el salón de un selecto restaurante en el centro de la ciudad: la Villa Foksal. En un documento del siglo XVII que encontré en el archivo Histórico Nacional se describen las bodas en Polonia de la siguiente manera:

            “no es menos extraña la forma de los casamientos en que, acompañada de todos los parientes y la música del lugar, va la desposada con el rostro cubierto y más lamentos que una plañidera antigua de Castilla. Aseguran que es por mostrar el amor a la castidad, y se reconoce [se destapa la cara] al día siguiente de la boda. Se emborracha [la novia] también como los demás que lo celebran”. (AHN, libro Estado 727, Descripción de Polonia, siglo XVII, anónimo).  

            Menos mal que las bodas han cambiado desde el siglo XVII. En la boda de mi primo, la novia estaba contentísima, él también. Aunque eso sí, se bebió vodka y del bueno. Os contaré un secreto: las bodas en Polonia en el siglo XXI consisten en comer, beber y bailar; comer, beber y bailar; comer, beber y bailar; y así sucesivamente. Cuando me lo dijeron no me lo creí, pero ¡es cierto! Tras la ceremonia nos sirvieron un aperitivo, luego cenamos (en el primer plato ya te sirven vodka). Después empezó el baile. Tras un rato bailando paró la música y sacaron un bufet. Comimos y bebimos. Se reinició de nuevo el baile, se paró, fuimos al bufet a comer más (platos fríos, calientes, postres, lo que quisimos), nos sirvieron más vodka, comenzó otra vez el baile… hasta que a las doce de la noche sacaron la tarta, comimos tarta, luego pusieron otra vez música, bailamos, paró la música, comimos, bebimos…. bailamos y vuelta a empezar. Fue genial.

            La estancia en Varsovia de la embajadora Guébriant fue provechosa y sumamente satisfactoria. Pasó allí un mes, durante el cual se ganó la confianza de Ladislao de Polonia y de la nobleza polaca. Yo estuve sólo tres días en Varsovia; no me dio tiempo a hacer amigos como a Renée, pero sí a conocer a la familia de la novia de mi primo y a disfrutar de la ciudad.

            Prueba del buen hacer de la embajadora fueron los regalos que la mariscala recibió antes de partir de nuevo a Francia (así lo cuenta Bély). Ladislado IV le regaló unos bellísimos tapices de Persia; y su sobrina Ana, que le había acompañado en el viaje, fue agasajada con un maravilloso vestido de diamantes ¡como una verdadera Cenicienta! Además, el rey de Polonia concedió a la condesa de Guebriant un pasaporte en el que se podía leer “Christianissimi Regis Legata”.

            La mariscala de Guébriant con su sobrina y sirvientes salió de Varsovia el 10 de abril de 1646. Se tomó su tiempo porque no llegó a París hasta noviembre. No se podía ir con prisas en el siglo XVII y menos en un viaje ceremonial como era el suyo. Aunque se desvió por Roma (dijo que para visitar al Papa), no penséis que su periplo hasta Francia fue un tour turístico. La mariscala y su sobrina tuvieron que contemplar miserias. La paz de Praga (1635) había puesto fin a la guerra de los Treinta Años en tierras alemanas, pero los pueblos y aldeas apenas se había recuperado. Desde sus carrozas vieron a hombres, mujeres y niños con las almas desfallecidas por el hambre. Cerca de Stettin atravesaron un bosque donde se encontraron con veinte cuerpos.

            Dejemos a la mariscala y su sobrina Ana volviendo a París. Al día siguiente de la boda de mi primo visité con mi marido el museo Polin, el museo de los judíos polacos que se ubica en el antiguo guetto, desgraciadamente célebre por los innombrables crímenes allí cometidos. Por la tarde celebramos el cumpleaños de mi tío Pedro, que también había acudido a la boda. Y por la noche, los chicos se fueron de despedida de soltero (sí, curioso, después de la boda. Eligieron para pasar la velada un sitio para lanzar hachas ¡qué finos!), y las chicas nos fuimos por nuestra cuenta, a pasear por las orillas del río Vístula y a salir por ahí. Era sábado.

            El domingo mi marido y yo nos fuimos a Wilanow, el único palacio barroco que se conserva intacto en Varsovia. Como está a las afueras, no sufrió el destino de otros muchos edificios de su época. Fue construido por el rey polaco Jan Sobieski tras su victoria contra los turcos en el segundo sitio de Viena (1683). De no ser por las tropas de Sobieski, el ejército otomano habría entrado en la ciudad de los emperadores y Leopoldo I se tendría que haber exilado. Wilanow recibe el nombre de «el Versalles polaco”. No es muy grande, pero es tan cuco como un joyero. En su interior se pueden visitar las habitaciones privadas de Jan Sobieski y su mujer Marie-Casimire De la Grange D’Aquien (sí, también francesa).

             En 1720 Elzbieta Seniwaska compró el palacio a los descendientes de Sobieski y cincuenta años más tarde lo heredó su nieta: Isabela Lubomirska, nacida Czartoryska. Esta última a su vez se lo legó a su hija Isabela, casada con Stanislaw Kostka Potocki. El matrimonio formado por Isabel y Stanislaw convirtió Wilanow en un museo dedicado a la memoria de Jan Sobieski, y así ha llegado hasta nosotros ¡no os lo perdáis si vais a Varsovia!

            En la tienda del museo de Wilanow, encontré un libro precioso sobre retratos de niños en las colecciones de Polonia. Valía cuatro euros, me lo compré. Al día siguiente regresamos a España vía Madrid. Desde el avión vi los Alpes. Se me pasó el viaje rápido.

            El viaje de vuelta de la mariscala se torció al final. A pocas millas de París, su sobrina Ana enfermó y murió. En aquella época sabías cuándo salías de viaje pero no si regresarías con vida; los viajes en el siglo XVII me recuerdan al cuento de “El castillo de irás y no volverás”.

            Pobre mariscala. Regresó a París con el cuerpo de su sobrina y allí celebró su funeral. Yo volví a Granada con el libro de retratos, que pesaba lo suyo, casi como un muerto. Una noche, ojeándolo, encontré el retrato de una niña preciosa de unos quince años. Tenía en los brazos a un gatito negro. El cuadro era una copia del siglo XVIII. La retratada: Teresa Czartoryska, sobrina Isabela Czartoryska, la nieta de la mujer que había comprado Wilanow a la familia Sobieski. La historia del final de Teresa me conmovió:

             La noche del diez de enero de 1780 se celebraba un baile en el palacio azul de Varsovia (sigue en pie). La jovencita se vistió ilusionada para la ocasión. En un descanso entre una danza y la siguiente, Teresa se acercó a la chimenea para calentarse, con tal mala suerte que su vestido comenzó a arder. En apenas un segundo el fuego llegó a su larga cabellera. La joven princesa ardió como una antorcha. Falleció tres días después a causa de horrendas heridas. La desolación que debió sentir su madre y su tía Isabela, la dueña de Wilanow, debió ser parecida a la de la mariscala de Guébriant cuando perdió a su sobrina Ana. El funeral de Teresa, la niña de quince años de grandes ojos negros se celebró en Varsovia ese mismo mes de enero.  

Al final han sido dos bodas y dos funerales. Eso sí, Varsovia sólo hay una.

Castillo de Varsovia, 22 de abril de 2023

Sala del castillo de Varsovia donde Ponitowski promulgó la primera constitución de Europa en marzo de 1791

Palacio de Wilanow, 23 de abril de 2023

Secreter/escritorio Wilanow, 23 de abril de 2023

Palacio azul de Varsovia, Bellotto

   Teresa Czartoryska. Frédéric-Alphonse Muraton. Museo Zamoyski en Kozlówka

       

Bibliografía:

Bély, Lucien: «La maréchale de Guébriant: l’unique ambassadrice», en Lucien Bély: L’art de la paix en Europe. París, PUF, 2007, pp. 213-224.

Ekielska, Anna (ed.): The Lubomirski Family at Wilanow. Wilanow Palace Museum, 2011.

Kwasniewska, Jolanta: The Child in the Painting from the 16th to the late 19th century in the collections of Polish museums. Wilanow Palace Museum, 2004, pp. 238-239.

Tischer, Anuschka: «Eine Französische Botschafterin in Polen 1645-1646», L’Homme, Z.F.G. 12,2 (2001), pp. 305-321.

Si queréis profundizar:

Schobert, Pascal: Les femmes dans la diplomatie au XVIIe siècle. Memoire de maîtrise. Université Paris XII, 1997. (Dirigida por Bély).

Fuentes:

Le Laboreur, Jean: Histoire et relation du voyage de la reine de Pologne et du retour de Madame la Madame la Mareschalle de Guébriant, Ambassadrice extraordinarie et surintendante de sa conduite. Paris, Camusat, 1647.

Desnoyers, Pierre: Lettres de Pierre des Noyers, secrétaire de la reine de Pologne, Marie-Louise de Gonzague, pour servir l’histoire de Pologne et de la Suède de 1655 à 1659. Berlín. 1859.

En la Memoire de maîtrise de Schobert podéis encontrar las instrucciones a la mariscala y más documentación interesante.

Bueno, tras esta crónica, os invito a descubrir la vida de la mariscala tras su misión en Polonia; y la vida de María Luisa de Gonzaga en Polonia, que no tiene desperdicio:

Serwanski, Maciej: «Être une reine étrangère: deux Françaises en Pologne», en Poutrin y Schaub (dirs): Femmes et pouvoir politique. Les princesses d’Europe XVe-XVIIIe siècle. París, Bréal, pp. 193-200.

Cuando regresar no es una opción

1692, Madrid. Marie Louise d’Aspremont dormitaba en su lecho. Somnolienta y dolorida, esa tarde comprendió que no le quedaba mucho tiempo de vida. Tenía 41 años. A su lado estaban sus dos hijas de 12 y 10 años respectivamente, fruto de su matrimonio con Heinrich Franz von Mansfeld, embajador del emperador Leopoldo I. Franz Heinrich había salido de Madrid en 1690, huyendo de los odios de la nobleza castellana. Ella, sin embargo, había decidido quedarse. El motivo: procurar un buen matrimonio a sus hijas, que servían en la Casa de la reina Mariana de Neoburgo, y acaso pelear por el gobierno de Milán para su marido.

            En ese momento pensó que tendría que haber regresado a Viena y claudicar, dejar de luchar, rendirse… Miró de soslayo a una de sus hijas y enseguida se arrepintió de aquellos pensamientos derrotistas. Todo había valido la pena a pesar de los odios que había despertado sin saber por qué. ¿Qué había hecho para que todos la miraran mal en aquella corte? Todos menos las dos reinas: la consorte, Mariana de Neoburgo, y la viuda, Mariana de Austria.

            Hacía nueve años que había llegado a Madrid con su marido y sus dos hijas. María Luisa de Orleáns, la que entonces era esposa de Carlos II, le había brindado su favor en los primeros años de embajada. El hecho de que supiera francés (había nacido en los Países Bajos españoles) le había ayudado a ganarse la estima de la reina. Recordó la larga cabellera azabache de María Luisa de Orleáns y al instante le llegó a su memoria la imagen de la reina actuando en palacio aquel 29 de junio de 1688: ¡iba vestida de hombre! Ella, Marie Louise d’Aspremont pudo ver a su soberana desde la primera fila. Había tenido el privilegio de ver a una reina convertida en actriz, travestida y muy de cerca. ¡Quién podía decir lo mismo!

            Bajó la mirada. María Luisa murió. Esa reina dulce y fuerte, la abandonó en febrero de 1689. Llegaron las primeras calumnias: se dijo que ella, la esposa del embajador del emperador, y la condesa de Soissons, Olimpia Mancini, habían envenado a la joven francesa. ¿Quién podía querer su desgracia y la de su marido el conde de Mansfeld? Aunque sí era cierto que la viudedad de Carlos II había permitido buscar una reina más proclive a los intereses de Leopoldo I. Su esposo, propuso a Mariana de Neoburgo y, efectivamente, esa fue la candidata elegida.

            Recibió su querido Heinrich Franz el cometido de ir a buscar a Mariana al Palatinado y allá partió en mayo de 1689. Ella se quedó en Madrid con sus hijas, el secretario de embajada y los criados. Heinrich tardó un año en regresar a la corte con el séquito de la nueva reina. La alegría al volver a ver su marido fue máxima y lo mejor estaba por llegar: Mariana de Neoburgo hizo su entrada pública el 22 de mayo de 1690, ¡qué gran día!  la reina estaba exultante, Carlos II no podía ocultar su emoción. Las recompensas por traer a España a la nueva esposa del rey llegaron pronto. El monarca concedió a Mansfeld el marquesado de Fondi en Nápoles y el título de Grande de España.

            La reina sólo hablaba alemán y de esa circunstancia se aprovecharon ella y su marido. Mariana de Neoburgo apenas quería relacionarse con nadie que no fueran ellos, los Mansfeld. ¡Qué honor! Aunque las alegrías duran poco, cuando la dicha llega rápido y sin esperarla. Pronto concitaron todas las malquerencias de la corte. ¿El conde de Mansfeld Grande de España?, ¿desde cuándo merecía ese simple conde extranjero tal honor?, ¿y su esposa?, ¿acaso no era ella la que impedía que las señoras de más alta alcurnia visitaran a la nueva consorte? La mala fama de ella y su marido fue en aumento… Marie Louise cerró los ojos. Nada puede parar la maledicencia, nada puede detener una lengua desatada. La difamación es arma más dolorosa que la espada; ¡cómo lo sabía!

            En apenas dos meses, sus vidas cambiaron. Del éxito a la agria derrota. Carlos II aconsejó a Leopoldo que sustituyera a su marido por otro embajador, porque la poca estima que la nobleza le tenía estaba afectando a la imagen de Mariana de Neoburgo. El emperador tuvo que aceptar. Ferdinand Wenzel von Lobkowitz, que estaba ya en Madrid en calidad de embajador extraordinario, tomó el relevo de su amado Heinrich. Marie Louise recordó con suma emoción cómo las dos reinas: la Neoburgo y la madre de Carlos II habían protestado por tamaña injusticia. Pero nada pudo hacerse.

             Él se marchó. Sin embargo, ella no, ella resistió, ella había sido una buena embajadora, las dos reinas la querían ¿por qué marcharse? Leopoldo I había ofrecido a su marido puestos tan extravagantes como ¡el gobierno de Transilvania! ¡qué despropósito! Novelli, el elector del Palatinado, uno de sus enemigos, había llegado a acusarla de calificar a Transilvania de “país bárbaro” ‘¡ella jamás había pronunciado aquel insulto! Pero sí había dejado claro que vivir en tierras transilvanas no le era de gusto. ¡Que se fuera Novelli a vivir allí! No, su marido volvió a Viena y no tuvo que ir a Transilvania.

            Tenía altas aspiraciones: el gobierno de Milán para Heinrich. ¿Por qué no? Pidió con insistencia a Carlos II ese favor. Lobkowitz, el nuevo embajador del emperador, afirmó que ella había “dado muchas penas al rey y lágrimas a la reinante” para conseguir su propósito. También él, Lobkowitz, quería librarse de ella. Lo sabía, lo supo desde la primera vez que le vio. Alguien le contó que había dicho lo siguiente: “sin esta mujer, todo se remediaría”. ¿Qué se remediaría? pues el poder acercarse a Mariana de Neoburgo y gozar de la querencia de la reina madre. Marie Louise sonrió. Lobkowitz siempre había albergado la esperanza de que ella se marchara de la corte. Pero nunca se fue y ahora sabía que nunca lo haría.

            No, no había conseguido el gobierno de Milán para su marido. No, no había concertado ningún matrimonio para sus hijas. No, tampoco volvería a ver a su marido que, en Viena, esperaba favores del emperador. Pero allí estaba, intentando sobrevivir; “héctica e hidrópica” como le decía Mariana de Austria, tísica e hinchada de líquidos que le pesaban más que el alma.

            Tuvo un último recuerdo para su primer esposo: el duque de Lorena. Si él hubiera vivido más, si le hubiera dado hijos… su vida habría sido muy diferente. Aunque para qué fantasear con otra vida si la que tenía se le estaba escapando por los ojos, por las manos y por todos los poros de su piel. ¿Qué sería de sus pobres hijas? Marie Louise las encomendó a Dios y a la reina doña Mariana de Austria. Miró a su alrededor: no estaban, se había ausentado un momento. Dejó caer una lágrima, luego dos…

            Se hizo el silencio y su mirada se perdió en el infinito para no regresar jamás.

            Marie Louis d’Aspremont, esposa del embajador Heinrich Franz von Mansfeld murió en Madrid el 23 de octubre de 1692.

Bibliografía: Laura Oliván Santaliestra: «Dos parejas, cuatro destinos: los Mansfeld y los Lobkowtiz en la corte de Carlos II», en: Le règne de Charles II. Grandeurs et misères, (dir) M. Guillemont-Estela, B. Perez, P. Renoux-Caron, C. Vincent-Cassy y S. Voinier, Paris, Éditions Hispaniques, 2021, pp. 221-238.

«Futura mamá… ¿qué pasa ahí fuera?»

Carta de un bebé a su futura madre herida:

«Madre, ¿qué ha sido ese estruendo?; si el mundo de ahí fuera suena a ese dolor, no quiero salir. Aquí bebo vida, respiro tu amor. Madre ¿qué está pasando en ese exterior que aún no conozco? ¿me darás a luz pronto? ¡No!, no quiero desprenderme de ti, no quiero que nadie rompa el cordón que nos une. Tengo miedo, madre…

¿Por qué no me respondes?, ¿por qué gimes en vez de susurrar los cánticos de todos los días?, ¿por qué tu respiración «salta» agitada?, ¿estás aturdida?, ¿dónde estás?, ¿de qué color es tu mundo?; el mío sigue siendo de mil colores. Madre, no quiero nacer, protégeme en tu vientre. Si he de morir, que sea dentro de ti. Madre, ¡no temas!, no te dejaré sola: conectaremos nuestros latidos y partiremos juntos».

Varias embarazadas tratan de huir de los escombros… otra mujer en avanzado estado de gestación es transportada en una camilla entre varios hombres. A su alrededor, la más absoluta destrucción. Esta es la imagen con la que tuvimos que desayunar el pasado jueves. Una foto tan trágica como esperanzadora: en medio de la catástrofe, una futura madre se abre paso, postrada pero viva, sujetándose el vientre; la vida avanzando sobre los escombros… Le queda poco para dar a luz. Cuando nazca, los latidos de su bebé sonarán más fuertes que las bombas.

Estamos en Europa, en el tercer milenio de nuestra, en el siglo XXI, año 2022.

Cuán diferente es esta carta a la carta de Margarita escrita hace 335 años, no muy lejos de este horror. La joven emperatriz escribió una misiva a su marido simulando que quien escribía era el hijo que llevaba en su vientre. Recordemos dos de los fragmentos de esta curiosa carta:

«Señor y padre mío, aunque me tiene príncipe incógnito, [y tengo que] pagar el primer tributo a la natura lejano, me quita este retiro las noticias de lo que pasa en Vienna. […] Fáltame plática de cortesano, pero naceré con la de buen hijo, deseando guarde Dios a vuestra Majestad, como mi madre y yo hemos menester. De mi albergue, lunes a 11 de julio 1667».

La emperatriz Margarita era una embarazada henchida de gozo. Imaginaba la voz, el talante de un vástago destinado a ser emperador. Inmensamente deseada, a esa criatura le esperaban caricias y fanfarrias, cuna de oro, leche dorada de sabor canela, trajes de encaje, músicas barrocas, un palacio inmenso en el que recrear miles de juegos, chocolate, risas…, nieve brillante en invierno y soles templados en verano.

La condesa de Castellar, la embajadora de España en Viena, fue una de las primeras en enterarse del embarazo de su señora. El 28 de marzo, informó a su homónima en Madrid la condesa de Pötting, que la emperatriz tenía «dos faltas» y que había salido en silla, sin guardainfante, a celebrar el día de la Encarnación.

Podemos imaginar a la joven emperatriz, levantándose ese 28 de marzo, orgullosa de su estado de buena esperanza, diciendo a su Camarera Mayor que ese día no se podría el guardainfante. Qué mejor manera de lanzar la gran noticia, que prescindir de aquella prenda que aprisionaba moradas de infantes. Vestida con sus mejores galas, subió a la silla de manos. En su particular «camilla», irguiendo la cabeza, sonriendo con el cuerpo, exultante…., la portearon hasta la Iglesia.

Cuán diferente fue el paseo de Margarita a la de esa embarazada ucraniana sin nombre, tendida en su ambulante lecho, camino de… a saber dónde. Su criatura replegada en sí misma, tratando de abrazar su corazón y el de ella.

Porque… qué mejor búnker que el vientre de una madre….

Putin, escucha: ¡todos los niños deberían nacer emperadores! ¡emperadores de sus vidas, emperadores de la paz! Putin, cuidado, ¡los latidos de un solo bebé pueden más que todos tus misiles!, son el arma más poderosa que un pueblo posee.

Emperadores de la vida, bienvenidos al mundo… No temáis, el amor vencerá a la guerra.

Bibliografía:

Archivos de Viena.

Oliván Santaliestra, Laura: «Giovanne d’anni ma vecchia di giudizio: la emperatriz Margarita en la corte de Viena» (2011).

UNA CARTA MUY ORIGINAL DE LA EMPERATRIZ MARGARITA

Quería compartir con vosotros una carta muy especial que me encontré en un archivo hace ya ocho años. Es de la emperatriz Margarita y está escrita en Viena el 11 de julio de 1667, cuando estaba embarazada de Fernando Wenceslao.

Reza así:

«Señor. Señor y padre mío, aunque me tiene príncipe incógnito [y tengo que] pagar el primer tributo a la natura lejano…, me quita este retiro las noticias de lo que pasa en Vienna, hánmelas dado de que mañana celebra Vuestra Majestad los años de mi madre y envidioso de no ser uno de los que entran en la fiesta, quiero que acompañe a Vuestra Majestad en mi nombre, el corazón, teniendo la Margarita en él, como me consta, […], recuerde Vuestra Majestad: no son celos [del] color de la banda, sino conformidad con [el] vestido de Vuestra Majestad, fáltame plática de cortesano pero naceré con la de buen hijo, deseando guarde Dios a Vuestra Majestad como mi madre y yo hemos menester. De mi albergue, lunes a 11 de julio de 1667»

¿A que es una carta intrigante? ¿Qué embajadora de España estaba entonces en Viena? A ver si lo adivináis.

Clara Bonet ha realizado un estudio muy interesante sobre esta carta. Saldrá en el próximo número de la revista «Avisos de Viena». Os pasaré el enlace cuando aparezca la publicación.

Posdata: Carta localizada en los archivos de Viena.

Agradecimientos a César Esponda.

Margarita confinada. Preguntas

¿Se os hace largo el confinamiento? A mí un poco, pero se me hace más llevadero cuando pienso que la infanta Margarita, la adorable niña de Las Meninas, estuvo confinada ¡siete años! en el Alcázar de Madrid.

Vamos a viajar en el tiempo, concretamente a 1658, para hacer unas cuantas preguntas a la infanta sobre su confinamiento.

L- Buenas tardes Margarita, ya has cumplido siete años y estás a punto de salir de Madrid ¿estás contenta?

M- Sí, estoy muy emocionada, por fin voy a acompañar a mis padres y a mi hermana en sus jornadas -bueno, tú las llamas escapadas– a Aranjuez, El Pardo o El Escorial.

L-¿Es verdad que no has salido del Alcázar en siete años?

M- Eso no es del todo cierto, en estos siete años he hecho algunas visitas al monasterio de la Encarnación, que está conectado con el Alcázar por un pasillo lleno de cuadros. Cuando era pequeñita, las monjas me daban miedo, pero poco a poco me fui acostumbrando a ellas. Sobre todo me gustaba estar con mi «hermana», doña Ana Margarita de Austria, hija natural de mi padre; con ella jugaba mucho. Y me encantaba correr alrededor del claustro; acababa agotada.

También he estado varias veces en el palacio del Buen Retiro, que está dentro de la ciudad de Madrid. La primera vez que fui a ese palacio tenía casi dos años. Me llevaron en litera, una silla de manos para que me entiendas; ¡qué miedo pasé! La siguiente vez fui en coche porque con la litera no paraba de gritar; mi padre ordenó que el coche no fuera por el centro de la Villa, sino por el camino de los molinos, es decir, por las afueras; la razón de ese cambio de itinerario fue el calor. El sol provoca muchas enfermedades y por las calles de Madrid caía una solana… Fue la primera vez que vi el campo.

L- Margarita, háblanos un poco más de tu confinamiento ¿por qué no podías ir con tus padres y hermana a los Reales Sitios: Aranjuez, El Pardo o El Escorial?

M- Pues bien sencillo, porque mis padres querían proteger mi salud. Las enfermedades se transmiten por el aire y ya sabrás que los cuerpos son muy porosos, así que lo más seguro para los niños reales es quedarse en sus cuartos, bien protegidos. Estamos en el año 1657; no sé cómo será en tu siglo, pero en éste el 90% de los nacidos no supera los primeros años de vida.

La estabilidad del reino depende de la supervivencia de los hijos y, por supuesto, de las hijas del rey (nosotras también podemos heredar la Monarquía en caso de ausencia de hermanos varones), así que deben cuidar nuestros cuerpos al máximo. No salir de casa es la mejor medida preventiva que se puede tomar para evitar enfermedades y muertes prematuras. Ahora ya tengo siete años y mi cuerpo está preparado para los «cambios de aire». ¡Ya soy mayor!

L- Vaya, qué precavidos eran tus padres…

M- Los reyes, tú debes llamarlos «reyes».

L- Sí, perdón, sus majestades los reyes.

L- Pero volvamos a tus años de confinamiento en el Alcázar de Madrid. El palacio era muy grande ¿podías circular libremente por todas sus habitaciones? o ¿tenías que quedarte recluida en determinados cuartos?

M- Bueno, los tres primeros meses de vida los pasé en los aposentos de mi hermana María Teresa porque mi «Cuarto», que iba a estar compuesto de varias habitaciones en el ala norte del Alcázar, aún no estaba preparado. Cuando acabaron las obras me trasladaron allí y, en la habitación principal (mi dormitorio) instalaron un camón de cortinas bajas para evitar que los aires perturbaran mi sueño.

Permanecí «encerrada» en mi cuarto unos nueve meses hasta que mi padre decidió que mi aya podía sacarme de mis habitaciones de vez en cuando. Exactamente, mi padre escribió: «haréis bien en sacar a mi hija […] para que no esté siempre encerrada en su aposento». Siempre salía acompañada de «mi familia», así se llamaba a mi conjunto de criados: mi aya, mis meninas, mis enanos… en fin, los que se quedaban conmigo en el Alcázar. Éramos una buena panda.

L- ¿Y a dónde te llevaban?

M- Pues unas veces al «Cuarto» de mi padre, y otras al de mi madre. El «Cuarto» de mi padre está compuesto de más de veinte aposentos y el de mi madre de más de diez, por lo que tenía espacio para moverme. La primera vez que fui a los aposentos de mi padre, mi aya dijo que me quedé extasiada mirando las pinturas. Otro día fui su despacho, que está en la Torre Dorada…, y un día que fui a los cuartos de mi madre miré por una de las ventanas que daban a la plaza de palacio y vi a unos esportilleros, gentes muy distintas a las que yo veía dentro de palacio. Algunas veces mi aya me dejaba bajar al «estudio», donde olía mucho a pintura.

L- Pero… bajo las puertas del Alcázar se debía colar el aire, e ir de un cuarto a otro podía ser peligroso por las corrientes y los cambios de temperatura ¿cómo te protegías en esos casos? ¿llevabas mascarilla? ¿te abrigabas de alguna manera especial?

M- Sí, estaba todo pensado. Los días que hacía mucho frío mi aya me retenía en mis aposentos. Y los días que hacía bueno me llevaba a pasar la tarde, como te he dicho, al Cuarto del Rey o al de la Reina, aunque sólo hasta las seis. A esa hora debía volver a mis aposentos. Me abrigaban mucho, con un sereno, una especie de capa.

¡Ah!, y no sé lo qué es la «mascarilla», yo conozco las máscaras negras de terciopelo que los nobles usan para protegerse del sol y de los corrimientos de cara durante los viajes largos. Los corrimientos son acumulaciones de humores, por si no lo sabías.

L- No, no lo sabía. Pero ¿qué otras medidas se tomaban para conservar tu salud? ¿hay alguna medicina especial que te suministraran durante tus convalecencias?

M- Me aplicaron muchas medidas preventivas y curativas, pero la que mejor me funcionaba era la risa. Los bufones y los enanos de Palacio fueron mi mejor compañía y alivio durante mis primeros años y aún lo son… ellos venían a mi cama cuando estaba malita y me hacían reír. ¿Sigue siendo la risa un buen remedio en el siglo XXI?

L- Sí, aumenta las defensas.

M- ¿Las defensas? ¿Es que acaso gracias a la risa construís murallas?

L- No, no…. bueno sí, murallas de protección frente a los virus y microbios. Retomando nuestra conversación. ¿Cómo te entretenías en el Alcázar? Yo vengo del año 2020 y ahora mismo toda la población española está confinada en sus casas. Llevamos tres semanas. ¿Nos podrías dar un par de consejos para que el tiempo se nos pase más rápido?

M- ¿Confinados? ¡anda! y ¿por qué? ¿son todos hijos del rey?

L- No, no, es una larga historia. Otro día te la cuento.

M- Vale, te respondo a la primera pregunta: para empezar yo nunca me sentí «confinada», estaba muy a gusto en el Alcázar, era mi mundo y no sabía que había algo más allá, aparte del monasterio de la Encarnación o El Retiro. Aunque es cierto que lloraba mucho cuando mis padres y mi hermana se iban a los Sitios Reales y yo me quedaba en el Alcázar sola con mis criados. No echaba de menos salir de Madrid, sino la compañía de «taíta», «mamá» e «ía».

Pero sí, puedo dar algunos consejos en caso de aburrimiento: bailar es uno de ellos. Soplo, uno de mis enanos preferidos me enseñó a bailar el zarambeque. En una ocasión, estando malita, hasta lo bailé sentada desde mi cama. Otro entretenimiento es jugar «A las señoras» con las meninas, ya te puedes imaginar las reglas: yo ordeno y las demás obedecen. Otro: tocar la gaita gallega, no lo debía hacer tan mal porque mi aya me decía que «las de mi Cuarto» me soportaban con gusto. Más consejos: escuchar música; a mis aposentos solía venir la cantante Mari Bera; cantaba de maravilla. Una vez también acudieron unos chiquillos de la capilla a cantarme oraciones y no les dejé irse hasta muy tarde. ¡Ah! y aprendí a cantar villancicos.

Y qué mejor entretenimiento que las fiestas… me acuerdo que hace un par de años, unas cuantas damas de mi madre y mis meninas celebraron el día de la Cruz en sus habitaciones (que estaban en el segundo piso del Alcázar, justo encima del Cuarto de la Reina). Mi aya me dejó subir las escaleras que conducían a los aposentos de las damas para disfrutar de la fiesta con ellas.

L- Un último consejo….

M- Lo tengo claro: el teatro. Dicen que es curativo, que levanta el ánimo e incluso que protege a los niños de la locura (esto lo decía uno que se llamaba Erasmo). Crecí viendo obras de teatro en mis habitaciones, hasta que el año pasado decidí componer mi propia comedia, con coplas y versos salidos de mi cabeza. En mi opinión, mi obra de teatro fue mejor que esa zarzuelilla que Calderón estrenó por las fechas en las que yo ensayaba mi comedia. ¿Cómo se llamaba?

L- ¿El golfo de las sirenas?

M- Sí, algo así.

L- Oye Margarita, cambiando de tema, vale que no saliste de Madrid ¿pero de verdad no pisaste tierra? en el Alcázar había jardines preciosos…

M- Sí, sí, a partir de los cuatro años mi aya me dejaba salir al jardín de los Emperadores y al de la Priora. El jardín de los Emperadores se llama así por las esculturas que lo decoran: bustos de emperadores romanos.

A los jardines podía salir únicamente los días que no hacía frío y en las horas de menos sol, porque ya sabes que el calor mata. Me lo pasaba genial…  una vez, me apetecía tanto disfrutar del aire libre que salí corriendo al jardín de los Emperadores y me caí de bruces. La nariz me empezó a sangrar y mi aya se asustó mucho; pero no fue nada… qué quería, me moría de ganas por respirar un poco. Además me iba muy bien el ejercicio para bajar todo el chocolate que me zampaba. A veces hasta me dolía la tripa y todo de tanto chocolate.

L- Tengo entendido que a partir de los cuatro o cinco años empezaste a recibir muchas visitas… ¿cuáles eran tus preferidas?

M- Bueno, ya recibía visitas antes de los cinco años, aunque las tenía restringidas:  únicamente podían visitarme don Luis de Haro, los gentileshombres de cámara, los médicos de mi padre o la princesa (mi tía Margarita de Saboya) y, cómo no, los enanos Soplo, Bañules; y Catalina del Viso, que una vez excusó su visita porque estaba resfriada y temía contagiarme. Tenían mucho cuidado con eso; una vez la princesa no vino a verme porque tenía una menina con la viruela; y en otra ocasión, cuando yo ya tenía más de cuatro años, la duquesa de Alburquerque excusó su presencia en mi besamanos porque tenía un nieto con sarampión.

A partir de los cuatro años comenzaron a visitarme niños de mi edad, todos hijos de nobles. Mi visita preferida era la del marquesito de Camarasa, que era tan travieso como yo. Hacíamos muchas trastadas; mi aya estaba harta de nosotros, pero nos aguantaba con paciencia porque soy la hija del rey.

¡Ah! y me lo pasaba muy bien con las hijas de la embajadora de Alemania: Juanica y Elena.

L- Me has dicho que echabas mucho a tus padres y a tu hermana cuando se iban y te dejaban en el Alcázar. ¿Cómo hacías para comunicarte con ellos? Ahora tenemos móviles, Skype, Zoom y mil cosas más.

M- Al principio lloraba mucho, no entendía por qué no podía ir con ellos. Cuando tuve entendimiento ya me quedaba más conforme. Sabía que iban a volver  y con eso me consolaba. Para salvar las distancias les escribía cartas, bueno, yo nos las escribía, Soplo el enano las escribía por mí. Yo le dictaba lo que tenía que poner.

L- Eras un poco perezosa…

M- Sí, pero soy infanta, me lo puedo permitir.

L- Les escribías y te escribían pero no los podías ver.

M- No, pero cuando quería verlos, miraba sus retratos. Al ver su imagen me parecía que estaban presentes.

L- Quería aprovechar para preguntarte por el perro que aparece en el retrato que te pintó Velázquez y en el que aparecen entre otros personajes dos de tus meninas, Nicolasito Pertusato y Mari Bárbola. Este cuadro ahora se llama Las Meninas. Bueno, la primera pregunta es ¿cómo se llama el perro, en caso de que sea perro y no perra? , en el caso de ser perra ¿es la perra que te regaló don Luis de Haro? He oído decir que era perro y se llamaba Jako.

M- Prefiero no responder a esa preguntas, algo me tengo que guardar para mí, es mi vida privada. Si quieres saberlo, investiga…

Y ya que sacas el tema, no me gusta nada que al retrato que me hizo el Aposentador de mi padre, ese que ordenaba encender la chimenea de mi Cuarto, se llame «Las Meninas«, ¿desde cuándo ellas son las protagonistas del lienzo? la protagonista del cuadro soy yo, la querida hija del rey. En él aparezco como el vivo reflejo de mi padre. De pequeña, todo el mundo decía que me parecía mucho a él en los gustos: la música y la pintura; aunque físicamente me parezca más a mi tía la reina de Francia. Así que nada de llamar a ese cuadro «Las Meninas«, debe llamarse «Retrato de la infanta Margarita, el vivo reflejo de su padre el rey«, y punto.

L- Bueno, Margarita, no te enfades.

M- Me duran poco los enfados, sobre todo si me dan chocolate.

L- Perfecto, te regalo un poco, una onza del siglo XXI.

M- ¡Es sólido! No se parece en nada a la bebida de chocolate que yo tomo pero aceptaré tu obsequio. Me extraña que una plebeya como tú pueda acceder a un producto de lujo como el chocolate…

L- Se ha popularizado.

M- No me parece mal, ayudará a sobrellevar el confinamiento de toda esa gente de tu siglo. Bueno, ahora me tengo que ir, mis padres y mi hermana me esperan para ir a Aranjuez…

L- Espera Margarita, llévate también este trozo de pizza, se llama como tú «Margarita». He pensado que a lo mejor te apetecía probar cosas nuevas.

M- Ok, probaré también ese trozo de pan con tomate que me das. ¿Se llama así por mi nombre?

L- No… esa es otra historia. Es que una vez hice un taller con niños sobre ti y pregunté ¿sabéis quién era Margarita? y una niña contestó: una pizza.

M- Qué ignorante… Bueno, no tengo tiempo para más tonterías, tengo prisa.

L- Gracias Margarita, disfruta de tu primer viaje fuera de Madrid. Yo vuelvo a mi siglo de mascarillas, pantallas y virus.

M- Yo me quedo en el mío. Que visto lo visto pinta mejor.

 

Margarita confinada imagen

 

Laura Oliván Santaliestra.

Descubre el Madrid de Margarita aquí: ign.es/web/visualizador_cervantes

Agradecimientos a César Esponda, que descubrió las cartas de la condesa de Salvatierra transcritas por el duque de Almazán en los años treinta.

Bibliografía:

  • De Cruz Medina, Vanessa: Where is my room? Lodging Ladies-in-Waiting at the Spanish Court?. Paper presentado en la RSA Conference 2015 (Berlín).
  • Martínez Leiva, Gloria y Martínez Rebollo, Ángel: El inventario del Alcázar de Madrid de 1666: Felipe IV y su colección artística. Madrid, CSIC, Polifemo, 2015.
  • Oliván Santaliestra, Laura: «‘My sister is growing up very healthy and beautiful, she loves me’. The Childhood of the Infantas María Teresa and Margarita María at Court». En: Grace Coolidge (ed.): The Formation of the Child in Early Modern Spain, Farnham, Ashgate, 2014, pp. 165-187.
  • Oliván Santaliestra, Laura: «La vida «real» en los Sitios Reales (1651-1659): jornadas y culturas del cuerpo». En: Concepción Camarero Bullón y Félix Labrador Arroyo (dirs.): La extensión de la corte: Los sitios reales. Madrid, UAM, 2017, pp. 343-368.
  • Blog: El barroquista: elbarroquista.com «7 hijos ilegítimos de Felipe IV».
  • Blog: Pasión por Madrid:pasionpormadrid.com/…/los-jardines-renacentistas-del-real_19.

Y gracias a Nacho Perbech por leerse la entrada antes de publicarla.

 

Las tres «eles» o cómo salvarse de la peste

Huir «luego, lejos y largo tiempo», este era el refrán que circuló por Castilla en la Edad Media y que Juan Sorapán de Rieros, un ilustre médico extremeño, publicó en su  Medicina Española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua.  La obra se imprimió en Granada en 1616 y acabó en las mejores bibliotecas de nobles y burgueses del siglo XVII.

Aunque Juan Sorapán registró aquella recomendación, no se resignó a ofrecer únicamente la solución de la huida; muy al contrario, presentó otros remedios como tomar triaca, granos de trigo y de bezoar diluidos en agua, llevar un manojo de ruda en el seno o utilizar perfumes. Más acertado estuvo al recomendar que había que lavarse las manos y la nariz en una redoma con vinagre y agua rosada. Sorapán añadía que éste era remedio «probado», pero que más eficaz era llevar una esponja empapada en vinagre de ruda y olerla a menudo. En la época los médicos pensaban que las enfermedades se transmitían por el aire contaminado y no les faltaba razón… El médico extremeño aconsejó evitar los malos olores y para ello no había mejor antídoto que limpiar la casa de inmundicias. Para refrendar su consejo citaba a Galeno: «el vapor pestífero contagioso se sujeta en el aire» (Sorapán, 72), sentenció.

De todos los consejos apuntados, el que primero seguían los nobles del siglo XVII era el más antiguo y popular, el de «las tres eles»: «huir luego, lejos y por largo tiempo», y eso es lo que hizo Johanna Theresia von Harrach con sus hijos y parte de su servidumbre a finales de 1679 cuando Viena se vio asolada por una terrible epidemia de peste. Ni corta ni perezosa, la egregia señora decidió marcharse de la capital y dejar a su marido solo ante el peligro; bueno, diremos en favor de Johanna que su esposo Ferdinand tenía que cumplir sus obligaciones como miembro del Consejo Secreto del emperador, entre las que se encontraba: huir luego, lejos y largo tiempo allá donde fuera Leopoldo I; sí, porque Leopoldo acabaría huyendo de Viena, pero no sin antes prometer que levantaría una columna votiva si Dios se dignaba a salvar la ciudad de la mortífera pestilencia.

Johanna y sus hijos hicieron las maletas antes de que Ferdinand saliera de Viena con el emperador. El «protocolo» así lo exigía: «las mujeres y los niños primero» y no era para menos porque la masculinidad de su esposo se habría visto cuestionada si ella hubiera huido del peligro más tarde que él. Así que la condesa de Harrach y sus hijos Carlos, María Josepha, Franz Anton, Alois Thomas, Rosa Ángela y Johann Joseph de entre 1 y 18 años de edad, pusieron rumbo a Praga. No se fueron solos, en su camino a la capital de Bohemia les acompañó el mayordomo de su marido, Carl Ambros Maignin de Fleury y otros criados.

Tras acomodarse en su nueva residencia nuestros «fugitivos» de la peste vienesa adoptaron una serie de medidas preventivas: Johanna y sus hijos no saldrían de la vivienda, mientras que el mayordomo Carl Ambros Maignin solo pisaría la calle una vez por semana. Los criados podrían hacerlo con más frecuencia pero únicamente para cumplir órdenes, es decir, para realizar recados que garantizaran la supervivencia de sus señores. La llegada de vieneses a Praga, por muy nobles que fueran, no gustó demasiado a sus habitantes, que habían recibido noticias de los estragos que la peste estaba ocasionando en Viena, por eso no es de extrañar que en sus salidas semanales el pobre Carl Ambros se sintiera observado por «todo el mundo» con «sospecha y aprehensión».

Lo que no sospechaba Johanna Theresia era que el mal lo tenía dentro porque a las pocas semanas de encierro, uno de sus pajes más jóvenes «dio positivo» en peste. El pánico cundió en la casa y Johanna y sus hijos volvieron a poner en práctica el remedio de las «tres eles». La ex-embajadora y sus vástagos salieron apresuradamente de Praga llevándose consigo todo tipo de medicinas y a su médico personal. Con el moribundo, un médico y unos pocos criados se quedó Carl Ambros, «aguantando el tipo» y responsabilizándose de la situación; por algo el «principal» de la casa.

¿Qué hizo Carl Ambros Fleury? pues mandó al chico al lazareto para sacarse al medio- muerto de encima y se puso como un loco a desinfectar las habitaciones siguiendo las recomendaciones del médico que se había quedado con él. Carl debía darse prisa porque el emperador Leopoldo y todo su séquito, incluido Ferdinand von Harrach, su señor, se estaban preparando para salir de Viena y trasladarse a Praga. El proceso de desinfección fue el siguiente: primero Carl mandó descolgar todas las tapicerías de las habitaciones por donde había pasado el fallecido (porque el paje se murió) y ponerlas en una habitación soleada y bien aireada durante el día. Por la noche ordenó cerrar las ventanas  y rociar el aposento con un perfume «violento», léase fuerte. Por la mañana purificó la estancia con un «buen vinagre». Los días siguientes el mayordomo se encargó de desinfectar el resto de habitaciones, empezando por las de Johanna Theresia y sus hijos. Tan orgulloso estaba de su trabajo que el 9 de abril se atrevió a escribir a su amo Ferdinand que «el emperador mismo podría alojarse allí» de lo bien desinfectado que estaba todo.

Johanna y sus hijos llegaron finalmente a Brno sanos y salvos. Únicamente Carlos, el mayor, tuvo que tomar unos polvos durante el trayecto para recuperarse de un pequeño achaque. En Brno respiraron tranquilos aire sin peste y practicaron el carpe diem bailando por las noches en el jardín. El mayordomo y el resto de criados tras cumplir con la cuarentena, se reunieron con su señora. Carl Ambros Maignin contemplaría las lunas de Brno con más emoción acaso que su ama. Los señores eran los primeros en huir, los plebeyos los segundos; irremediablemente estaban más expuestos a la enfermedad, a la muerte…

Las danzas macabras de la Edad Media no hacían distinción entre ricos y pobres pero en realidad, sí la había. Que se lo pregunten a Carl Ambros, y eso que él no podía compararse con el joven paje, casi niño, que murió abandonado en el lazareto de Praga.

 

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Laura Oliván Santaliestra

Fuentes: archivos austriacos.

Sobre enfermedad, embajadas y la obra de Sorapán: Oliván Santaliestra, Laura: «Cenas, penas y soles matan a los hombres: medicina preventiva de un embajador que sobrevivió a su embajada (1663-1674).» Chronica Nova. Revista de Historia Moderna de la Universidad de Granada 44 (2018): 147-175.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Quien tiene el acceso, tiene el poder… Judith Rebecca en el Alcázar

Érase una vez una niña rubita de ojos claros que nació en un palacio pletórico de obras de arte. Como en aquella época (hace muchos, muchos años…) se creía que las corrientes de aire y los aires mismos transmitían enfermedades, los padres de la pequeña y sus criados la instalaron en unas habitaciones cubiertas de tapices y le prepararon una cama protegida por una estructura de madera llamada «camón». Cuando cumplió dos añitos, la dejaron salir de sus cuartos para que pudiera explorar el resto del palacio. Un día fue a visitar los cuartos de su padre el rey y se quedó extasiada mirando las pinturas… La niña quería mucho a su hermanastra María Teresa y a su enano Soplo, con quien bailaba el zarambeque. Y más de una vez había visto a un hombre alto y delgado, que a sus ojos parecía filiforme y cuyos bigotes le recordaban a su padre. Se hacía llamar Diego y era el que ordenaba encender su pequeña chimenea cuando ella tenía frío… su aya decía que era el aposentador de «taíta».

¿A qué habéis adivinado quién era esta niñita? Sí, efectivamente, ¡la infanta Margarita! la niña que aparece en Las Meninas.

Unos pocos privilegiados podía visitar a la infanta en sus cuartos ubicados en el ala norte del Alcázar, entre ellos don Luis de Haro. Pero ¿a qué no os imagináis quién podía entrar en su cámara como quien no quiere la cosa…? Pistas: era extranjera, mujer y no vivía en palacio. ¿Quién era? ¡Judith Rebecca! Sí, ¿os acordáis de aquella niña praguense recatolizada en Viena que se había casado con Johann Maximilian von Lamberg en 1635?

Sí, de Praga a la cámara de la infanta hay un buen trecho…, ahora lo explico: antes de llegar a Madrid Judith Rebecca había pasado una temporada en Münster y Osnabrück. No es que hubiera ido allí de vacaciones ni nada por el estilo: la razón de aquel desplazamiento se había debido a que su marido se encontraba en aquellas ciudades negociando las Paces de Westfalia, firmadas en 1648. Allí, Johann Maximilian y Judith Rebecca habían coincidido con el conde de Peñaranda y con Diego de Saavedra y Fajardo. Aquellas amistades le rentaron al conde de Lamberg porque en 1652 el emperador Fernando III le nombró su embajador en España.

Los Lamberg y sus hijos llegaron a Madrid en 1653, cuando la infanta Margarita ya había cumplido los dos años de edad. Judith Rebecca era entonces una mujer madura de 41 años, no había pisado nunca tierras hispanas, apenas conocía el idioma y jamás se había puesto un guardainfante. Pero no creáis que todo le resultaría extraño porque las cortes eran todas muy parecidas; de todos modos, ¿cómo una persona ajena a a la cultura cortesana española podía entrar en los aposentos de una niñita que estaba protegida bajo cien puertas con todas sus llaves? Pues aunque parezca raro, Judith Rebecca franqueó todas esas puertas simplemente por el hecho de que era esposa del embajador del emperador, es decir, embajadora del Imperio (aunque sería más preciso decir «de los emperadores», o aún más «de la emperatriz»).

Las esposas de los embajadores del emperador tenían el privilegio de entrar en los aposentos privados de la reina y de las infantas. Contaban los anales de palacio que esta costumbre se había institucionalizado en tiempos de la embajada del marqués de Grana (1641-1651); vamos, que la «tradición» (si se puede llamar así por sus pocos años) era reciente…; por supuesto, el embajador del emperador también podía entrar en los cuartos del rey.

Y claro está, si la embajadora se metía en el dormitorio de la infantita también podía circular con facilidad por las cámaras privadas de la reina y de las damas que vivían en el palacio. Y eso tenía sus ventajas… porque la infanta –con dos añitos– poco hablaba y sus gestos tampoco eran muy significativos, pero las conversaciones y los ademanes de la reina, de las mujeres de palacio o de la infante (sí, a María Teresa, la hermanastra mayor de Margarita la llamaban «en masculino» por sus derechos sucesorios ), podían resultar muy útiles para la embajada de los Lamberg.

¿Y qué había ido a negociar el conde de Lamberg a Madrid? Pues muy sencillo: por un lado, el matrimonio de la infante María Teresa con el archiduque Fernando, primogénito del emperador Fernando III, y por otro, subsidios para la guerra contra el turco. Enlaces y batallas eran los asuntos que más preocupaban a los diplomáticos de la Edad Moderna.

¿Y qué pinta la infantita Margarita en todo esto? Mucho, porque de su supervivencia dependían las relaciones de la Monarquía Hispánica con los Habsburgo austriacos. Así que Judith Rebecca von Lamberg debió de rezar más de una vez por la salud de la pequeña.

¡Qué viva la infanta Margarita! Continuará…

 

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Bibliografía:

Tercero Casado, Luis, «“Un atto tanto pregiuditiale alla mia persona”. Conflictos de precedencia entre Madrid y Viena (1648-1659)», Ohm: Obradoiro de Historia Moderna 21, 2012, pp. 287-307.

Oliván Santaliestra, Laura,»»My sister is growing up very healthy and beautiful, she loves me»: The Childhood of the Infantas María Teresa and Margarita María at Court», en The Formation of the Child in Early Modern Spain. Editado por Grace E. Coolidge (Farnham, Ashgate, 2014), pp. 165-188.

Oliván Santaliestra, Laura, «Judith Rebecca von Wrna and Maria Sophia von Dietrichstein: Two Imperial Ambassadresses from the Kingdom of Bohemia at the Court of Madrid (1653–1674)», Theatrum Historiae 19, 2016, pp. 95–118.

Y los archivos austriacos.

Agradecimientos a César Esponda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Defenestración, ladrona de infancias…

La primera vez que fui a Praga era noviembre. El cielo estaba encapotado, hacía un frío gris y la ciudad estaba tan bella que dolía. Al recorrer sus calles llenas de turistas deseando perderse, curiosos con ganas de impregnarse de historia y praguenses con prisas, me acordé de una niña llamada Judith Rebecca que vivió en sus propias carnes el comienzo de la Guerra de los Treinta Años.

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El 23 de mayo de 1618, la pequeña Judith Rebecca tenía seis añitos. Para ella sería un día más de primavera. Lo que no sospechaba mientras jugaba con su hermano era que esa mañana iba a marcar el principio del fin de su plácida vida. Aquel día un grupo de aristócratas bohemios arrojaron por la ventana a dos representantes del nuevo emperador Fernando II y a su secretario. Milagrosamente ninguno de los tres falleció: un oportuno montón de estiércol amortiguó su caída y una vez recuperados del susto, corrieron a refugiarse en el palacio Lobkowitz donde la señora de la casa, Polixena de Perstyn y Manrique de Lara, una ferviente católica de origen español, les brindó refugio enfrentándose a la turba que los perseguía. Abro un inciso para comentar que el palacio Lobkowitz fue el primer edificio que pisé en Praga y que de una de sus cientos de paredes cuelga el retrato de esa Polixena que acogió a los defenestrados; en ese cuadro, la noble checo-española luce tez blanca, cabello caoba, ojos azules y labios tan finos como rojos; un clavel encarnado coquetamente colocado en su oreja derecha le da un aire desenfadado. Pero no me quiero detener en Polixena, que bien merecería un tesis entera. Vuelvo a la pequeña Judith Rebecca.

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La defenestración de Praga de 1618 cambió la vida de nuestra protagonista porque sus padres, el conde Georg von Wrbna y su esposa Helena eran protestantes en un reino en el que Fernando II estaba dispuesto a imponer el catolicismo. La guerra estalló en 1619 cuando Federico V del Palatinado fue coronado rey de Bohemia por los nobles rebeldes. El padre de Judith, que apoyaba a Federico, se jugó la vida en la Batalla de la Montaña Blanca (1620). George no murió pero fue apresado y condenado a muerte. Judith tenía ocho años. Resulta difícil imaginar el miedo que debió sentir su madre Helena al verse sola con dos hijos y sabiendo que su marido iba a desaparecer pronto. Sin embargo, George fue oportunamente perdonado por Fernando II. Su servicio al malogrado emperador Rodolfo II le había granjeado importantes contactos en Praga que bien podrían haber influido en aquel perdón. El padre de Judith logró salvar la vida pero todos sus bienes le fueron confiscados. En la más absoluta miseria y acusando las penurias que había pasado en la cárcel, George von Wrbna enfermó del alma más que del cuerpo y falleció en 1625, dejando a una viuda y dos huérfanos, sin dinero, sin casa y sin honor.

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Desde la Defenestración de Praga, Judith Rebecca había crecido rodeada de incertidumbres. Ahora que su padre había muerto, su madre debería luchar. Y vaya si lo hizo. Helena von Wrna fue obligada a convertirse al catolicismo y a recatolizar a sus hijos. Con los pocos bienes que pudo recuperar tras el fallecimiento de su esposo, la madre de Judith Rebecca se marchó a Viena donde iniciaron una nueva vida. Helena se volvió a casar y sus hijos fueron educados en la corte. Los jóvenes bohemios pasaron de ser los hijos «conversos» de un noble rebelde a dos católicos reputados al servicio del emperador: el hermano de Judith se hizo jesuita y ella se casó en 1635 con el conde Maximilian von Lamberg.

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Judith Rebecca no volvió nunca más a Praga, la ciudad en la que su infancia le fue arrebatada. ¿Qué recuerdos guardaría de su padre?, ¿lo volvería a nombrar en público o pronunciaría su nombre en privado?, ¿renegó totalmente de la fe protestante?, ¿surtió efecto la recatolización a la que fue sometida?, ¿hasta qué punto le marcó la guerra de Bohemia? Eso me preguntaba yo mientras ascendía por una de las calles más empinadas de Praga. La ciudad no me respondió y eso a pesar de que sus piedras todo lo saben. Judith Rebecca fue testigo de excepción de los inicios de un conflicto bélico que sacudió los cimientos de la Europa del siglo XVII… ¿acaso también presenció su fin? Continuará.

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Bibliografía:

Katrin Keller, Hofdamen. Amtsträgerinnen im Wiener Hofstaat des 17 Jahrhunderts, Wien: Böhlau Verlag, 2005.

Y los archivos austriacos…

En busca de la tumba perdida…

Encontrar los restos de Juanica me llevó casi dos años, y no porque fuera difícil encontrarlos, más bien todo lo contrario. Todo empezó a las pocas semanas de llegar a Viena: yo había leído en el libro de Susanne Claudine Pils que la última voluntad de Johanna Theresia había sido ser enterrada en la cripta que la familia Harrach tenía en la iglesia de los Agustinos de Viena; templo muy conocido porque allí se casó Sisí. Así que, una mañana, ni corta ni perezosa, me fui a ver si encontraba la tumba en la iglesia; la tarea no podía ser más fácil (eso pensé, muy erróneamente), sólo tenía que darme un paseíto y descubriría el epitafio: «Aquí yace Johanna Theresia, condesa de Harrach, fallecida en 1716» –. Pero nada de eso, miré en cada muro, repasé piedra a piedra el suelo de la iglesia. Allí sólo había un monumento funerario, el dedicado a la hija favorita de la emperatriz María Teresa: la archiduquesa María Cristina (1742–1798), apodada cariñosamente «Mimi». Mimi se había casado por amor con Alberto de Sajonia, el señor que da nombre a la Albertina, esa parte del Hofburg que hoy alberga una de las mejores colecciones del mundo de acuarelas, grabados y dibujos (uno de ellos, el famoso conejo de Alberto Durero). El imponente conjunto escultórico que rinde homenaje a la archiduquesa fallecida fue encargado por el susodicho Alberto a Antonio Cánova. El monumento es impresionante, pero dentro no hay nadie: ni «Mimi», ni, por supuesto, Juanica.

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Lo que sí descubrí en la iglesia de los Agustinos, justo al lado de la sacristía, fue un recinto cerrado por una verja donde ponía: Herzgruft (Cripta de los corazones). El nombre era muy aparente porque resulta que en ese lugar reposan los corazones de los miembros de la familia Habsburgo (luego me enteré que las vísceras estaban en las catacumbas de la catedral de San Esteban). Los cuerpos resposan – como todo el mundo sabe en Viena – en la cripta de los capuchinos. Todas estas marraneces barrocas me dan un poco de asco; pero claro, son cosas propias de la época y a mí no me toca juzgarlas. En el cartel ponía que la ‘apasionante’ cripta de los corazones se podía visitar después de la misa del domingo, por lo que me dije – Bueno, a lo mejor detrás hay una puertecita que da a otra cripta y allí está Johanna Theresia –.

Al siguiente domingo volví a la iglesia de los Augustinos con la intención de meterme en cripta de los corazones y descubrir la puerta secreta que me conduciría hasta los huesitos de Johanna. La visita era guiada y consistía en una pequeña charla sobre el origen de la Gruft; luego te dejaban ver a través de una ventanita el habitáculo donde están las urnas que contienen los corazones; no me pareció nada que valiera la pena. Y, por supuesto, de Juanica, ni rastro.

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Así que me armé de valor y pregunté a la guía si sabía dónde estaba la cripta de los Harrach. Craso error, porque la pobre señora no tenía ni idea y, lo peor, en vez de decirme simplemente que no lo sabía, fingió saberlo, me dió una respuesta que no era correcta y allí comenzó mi deambular por Viena en busca de la tumba de Juanica. Bueno, lo que la ‘marisabidilla’ me dijo fue que los Harrach no estaban en los Agustinos, sino en la Schottenkirche (la iglesia de los Escoceses) y en la iglesia de Rohrau, un pueblo a cuarenta kilómetros de Viena. Pienso que a la señora se le ocurrió decir eso símplemente porque la Schottenkirche está en frente del palacio Harrach en Viena y porque en Rohrau está uno de los palacios de la familia. Me quedé con esa ‘vaina’ en la cabeza. Creí a aquella mujer  quizás por que llevaba gafas y eso da autoridad. Bien, el siguiente paso fue ir a visitar la cripta de la iglesia de los Escoceses.

La cripta de los Escoceses se visitaba a las dos de la tarde, una hora ‘perfecta’ para una española recién llegada a Viena. La visita fue guiada y duró tres horas durante las cuales traté de encontrar a Juanica; todo fue en vano. En la cripta reposaban muchos cuerpos de renombradas familias: Zinzendorf, Porcia, Dietrichstein o Khevenhüller, pero de los Harrach ni mención. – Johanna debe estar en Rohrau –, me dije. Pero me dio pereza ir hasta ese pueblo y dejé por unos meses de buscar a la ‘muerta’ para buscar a la ‘viva’ en sus cartas y demás escritos. ¿Para qué quería saber dónde estaba? ¿No me valía con urgar en sus documentos? ¿No podía dejar a Juanica descansar en paz? La pobre debía de estar revolviéndose en la tumba sólo de pensar que una plebeya como yo estaba tocando todos sus papeles.

Pasado el tiempo volví a la carga. Un amigo de la universidad me dijo que quizás Juanica estaba durmiendo el sueño de los justos en la cripta de la iglesia de San Miguel porque allí había mucho ricachón de tiempos de los Habsburgo. – Además – me dijo mi compañero – podía ser que aquella cripta se hubiera comunicado alguna vez con la de la iglesia de los Agustinos. Esa tesis casaba muy bien con la información dada por Susanne Claudine Pils en su obra. Conseguí información de los muertos de San Miguel y, desgraciadamente, según me dijeron los que los conocían, éstos no tenían el gusto de compartir sepultura con tal egregia embajadora. Así que me quedé donde estaba.

Visité otras criptas cuyos nombres no puedo citar. Las fotos que adjunto son de una de ellas. En ninguna estaba Juanica.

Habían pasado casi dos años desde mi primera visita a la Augustinerkirche y se aproximaba el fin de mi estancia en Viena. No podía irme sin averiguar dónde estaba. Todo se resolvió al final ‘a golpe’ de mail. ¡No se cómo no se me ocurrió antes! Harta de todas esas búsquedas infructuosas que he relatado, decidí mandar un correo electrónico a los monjes Agustinos. Me contestaron muy amablemente: la cripta de los Harrach estaba en su iglesia pero en un lugar no accesible al público, en el altar. No se podía entrar en el interior pero sí  ver la losa de acceso y su inscripción. El padre agustino me invitó a ir cuando quisiera, sólo tenía que acercarme a la iglesia y pregutar por él. Fui a la semana siguiente, dije que era la chica interesada en la tumba de los Harrach, retiraron la cuerda del altar y me dejaron pasar; hice todas las fotos que pude. La lápida de los Harrach no estaba ni el lado de la epístola ni en el del evangelio: estaba justo en el centro. ¡Justo en el centro! ¡qué curioso! ¡estar enterrado en el sitio más relevante del templo y ser invisible al mismo tiempo! ¡Nadie puede ver la tumba de los Harrach a pesar de que está situada en un lugar más importante de la iglesia !

Ironías del destino. A punto de regresar a España, encontré a Juanica.

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Lápida que da acceso a la cripta de los Harrach en la Augustinerkirche.

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Altar de la iglesia de los Agustinos.

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Los veranos de las embajadoras: ocios y negocios

Antes de ayer cayeron las primeras lluvias en Granada desde hace meses y hoy hasta me he tenido que poner una chaquetilla a primera hora de la mañana. Parece que el verano se va despidiendo poco a poco y, con él, las vacaciones… aunque éstas, para muchos, hace ya unos días que son historia. Lo que tiene el fresquito es que te da más ganas de trabajar. La asociación entre frío y trabajo, y entre calor y descanso la tenemos bastante clara en nuestra sociedad pero en la Edad Moderna las cosas no eran tan sencillas; desde luego, para las embajadoras estos binomios no funcionaban. Hiciera frío o calor, las ocupaciones no faltaban como tampoco los ratitos de relajo, porque eran humanas.

¿Tenían vacaciones las embajadoras? La pregunta puede parecer un poco rara teniendo en cuenta que el concepto de «vacaciones de verano» no existía en la época. La palabra «vacaciones» la define Sebastián de Covarrubias en 1611 como «los días que se dan recreaciones a los estudiantes en las universidades»; según esta definición, sólo los jóvenes pupilos tenían días de asueto oficiales para descansar de las largas jornadas de estudio.

Las vacaciones de hoy en día aún no estaban inventadas pero sí el descanso y el entretenimiento en oposición al «oficio» o al «negocio», en definitiva, al «trabajo». El «ocio» se oponía en la Edad Moderna a la «ocupación». José Deleito y Piñuela, en su entretenida obra El rey se divierte, relató de manera muy amena los numerosos ratos ociosos de Felipe IV; una «ociosidad» que sólo podía darse cuando el monarca cumplía con sus rutinarias «ocupaciones» que comprendían nada más y nada menos que el gobierno de la monarquía.

Pero dejemos a Felipe IV y concentrémonos en nuestras embajadoras y sus veraneos en la Villa y Corte. Las embajadoras del Imperio en Madrid en la segunda mitad del XVII no tuvieron «vacaciones» porque no eran estudiantes, pero sí verano y diversión entre «ocupación» y «ocupación», porque el ritmo de vida de estas mujeres variaba muy poco antes, durante y después de la canícula (recordemos que para los romanos, la canícula iba del 24 de julio al 24 de agosto, momento en el que se podía contemplar en el cielo a la estrella Siria, igualmente llamada «pequeño perro»); vamos, que durante los meses de julio y agosto las embajadoras no paraban quietas en lo que a oficios, negocios y trabajos se refiere. Aunque también tenían sus momentos de solaz, que el calor indubitablemente – como ahora – propiciaba.

Relataré aquí los veranos de la condesa de Pötting, Maria Rosina Sophia Dietrichstein, esposa de Franz Eusebio von Pötting, embajador cesáreo en Madrid entre 1663 y 1674. ¡El matrimonio pasó diez tórridos veranos en capital! ¿Cómo se las arregló la joven embajadora de origen checo para combatir los bochornos? ¿Qué cambiaba en su vida con respecto a las otras estaciones?

Podemos pensar que a lo mejor no hacía tanto calor en el siglo XVII como ahora. La Pequeña Edad de Hielo debió hacer de las suyas por los madriles, aunque parece que el ‘peor’ periodo de frío en España fue entre 1570–1610 y, en ese intervalo, la condesa de Pötting aún no había nacido, así que vamos a suponer que Maria Rosina Sophia, acostumbrada a climas más continentales, pasó calor, mucho calor. Su marido, el conde de Pötting, dejó estos testimonios en su afamado diario: «No salí de casa por haçer una tremenda calor». Ese mismo verano, a finales de agosto anotó: «este dia ha sido tan tremendamente caluroso que todos se hallaron espantados».

Protegerse del sol era obligado y no sólo porque en aquella época el moreno conguito no estaba de moda, sino porque el calor excesivo se consideraba altamente peligroso para la salud. En la Edad Moderna, se creía que los cuerpos eran muy porosos, en consecuencia, cualquier efluvio maligno podía penetrar fácilmente por esos poros que conectaban el amenazante exterior con el delicado interior y hacer estragos en los humores corporales. Imprescindible era por tanto evitar que los rayos solares entraran a través de la piel. Creo que esto me suena… Las cremas de sol aún no estaban inventadas pero les faltaba poco para estarlo.

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La condesa y su marido, para combatir los calores, tuvieron muchas armas a su alcance; la primera: quedarse en casa, una solución muy eficaz. La segunda: aligerar sus ropas, como aquella vez en la que se pusieron luto corto y ligero por la muerte del conde Piccolomini; aunque Maria Sophia, un quince de agosto, curiosamente estrenó un hábito de San Francisco de Paula, según su esposo «por devoción», aunque quién sabe si fue por penitencia (lo digo por el calor que debió pasar debajo de él); ¿o quizás se lo puso para que los rayos del sol no le quemaran la piel? En cualquier caso, llevar el hábito habría tenido varias funciones: sufrir, conservar la salud, mantener la piel bien blanquita y además dar una imagen muy conveniente de santidad. Una tercera opción para la evitar los calores era estar en contacto con la naturaleza: la condesa de Pötting y su marido, después de cumplir con sus obligaciones, solían ir a pasear al campo «para tomar el fresco». Entre sus rutas favoritas en verano estaban el ‘clásico’ Prado, el paseo del río, o El Retiro, donde las mañanas eran muy fresquitas, sobre todo a las seis, una hora muy buena según Pötting para «refrescarse».

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Al margen del calor y de las cabriolas que había que hacer para que éste no afectara a los órganos y a la cabeza, los veranos de las embajadoras eran muy rutinarios en cuanto a ocio y negocio se refiere.

El verano comenzaba con dos preliminares: el cumpleaños del emperador Leopoldo I el nueve de junio y las festividades del Corpus con los Autos de palacio. La estación se inauguraba oficialmente con la noche de San Juan y sus baños rituales en el río Manzanares. Los embajadores acudían prestos con sus carrozas a remojarse en aquellas aguas mágicas. A finales del mes de junio, la familia real se ‘retiraba’ a El Retiro, lo cual cambiaba la habitual ruta que seguían las embajadoras para ir a visitar a la reina Mariana de Austria, ya que en vez de ir hacia el oeste, donde se ubicaba el Alcázar (en las inmediaciones de la actual plaza de Oriente), tenían que dirigirse hacia el este, al otro lado de la ciudad, pues ésta era la orientación que tenía aquel palacio de verano tan acertadamente llamado «El Retiro». Mariana de Austria esperaba a la condesa de Pötting en sus retirados aposentos… descansando de la calima y acaso abrruntando uno de sus acostumbrados dolores de cabeza.

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El mes de julio se iniciaba con el cumpleaños de Maria Sophia. La embajadora cumplía años el día once pero su marido siempre le entregaba los regalos el día uno o el dos. Entre los obsequios que recibió en las once efemérides que celebró Maria Rosina Sophia en Madrid se pueden encontrar: «agradables y curiosas galanterías», «algunas alajillas de buen gusto», «un San Antonio engastado con diamantes que valió cien ducados de plata», «un nudillo de diamantes», «seis abanicos que su esposo hizo venir de París», «una cajilla de filigrana, cintas y prendas de Flandes», «un bien hecho nudillo de diamantes» y «un relojillo de plata». Aún no he averiguado la razón por la que Pötting «colgaba» (hacía regalos) a su mujer entre el uno y el dos de julio si el cumpleaños era el once… si alguien tiene alguna idea, por favor que me la diga. El día del cumpleaños de Maria Sophia, lo que sí hacía el conde, era ponerse «joya», es decir, colocarse en el pecho una joya que seguramente contenía el retrato en miniatura de su mujer. De este particular modo se celebraban los cumpleaños: decorando el atuendo elegido para la festividad, con un retrato-joya del homenajeado. Un verano, el matrimonio celebró el cumpleaños yendo al santo Christo de El Pardo.

La siguiente fecha para recordar en el calendario de julio era el cumpleaños de la infanta Margarita, a partir de 1666 emperatriz y esposa de Leopoldo I. Los Pötting celebraban ese día acudiendo a palacio (a El Retiro, normalmente) con las joyas de rigor. Allí «cumplían» dando la enhorabuena a la «Señora Empetratriz», como llamaban a la infanta, y a la reina doña Mariana, por ser la madre de ésta. Algún mes de julio también fueron ese día a San Plácido a ganar el jubileo. En el verano de 1664, como aún estaba vivo Felipe IV, el conde de Pötting pudo acudir al oficio que el rey practicaba con los caballeros de la orden de Santiago, el día 25 de julio. Acababa el caluroso mes con la fiesta de San Ignacio que los Pötting celebraban acudiendo a misa a la iglesia del Noviciado de la Compañía de Jesús, situado en la calle de San Bernardo.

En agosto, la embajadora iba con su marido a la fiesta de San Alberto a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen. Juntos tomaban el agua bendita de aquel santo para purificarse. En agosto de 1664, tuvieron que hidratarse bastante con aquellas aguas porque aún les duraba el susto del incendio de las barcas del estanque de El Retiro, acontecida sólo dos días antes. Era en aquellas aguas cristalinas de su palacio de verano, donde los reyes solían holgarse y ‘vengarse’ de los calores.

Avanzaba el mes de agosto con el cumpleaños de Pötting el día diez, día de San Lorenzo. El embajador siempre remarcaba esta coincidencia; al igual que el calor que se pasaba en esa fecha: «en este día en toda España debajo de las piedras en qualquiera parte se coge verdadero carbón, lo que yo probé por mí mismo». Para celebrar su aniversario, Pötting se confesaba y comulgaba. Uno de sus mejores días de cumpleaños fue sin duda el diez de agosto de 1668; esa jornada, Pötting, su esposa y su hija Inés fueron a visitar el jardín del Almirante de Castilla, hacia el Prado viejo, un vergel «digno de ser visto». Luego se fueron a El Retiro donde merendaron a la orilla del estaque; una buena manera de celebrar San Lorenzo, ‘san’ Pötting y de vencer al terrorífico sol laurentino.

El día quince, día de Nuestra Señora, era una fecha muy señera: los Pötting se confesaban y comulgaban, oraban en su capilla privada de la calle de la Luna, acudían a palacio y escuchaban el sermón de turno. Por la tarde iban a la iglesia de Las Maravillas y luego a pasear al campo.

Se cerraba el mes y acaso el verano con el día 28 de agosto. Era ésta otra efemérides importante en casa de los Pötting, pues se conmemoraba el cumpleaños de la primera mujer del conde, fallecida, claro está. Al embajador le gustaba honrarla y recordarla durante toda la jornada. En el año 1666, además, Pötting se acordó de la coincidencia de tres cumpleaños en el mes de agosto: el suyo el día 10, el del hijo que había tenido con su primera mujer, muerto de niño, el día 18, y el de ésta, el día 28.

Entre cumpleaños, paseos y festividades religiosas, los Pötting también trabajaban en verano: hacían y recibían visitas, y acudían a palacio a ver a los reyes. La rutina de los negocios se combinaba con la rutina del ocio. Pero entre una y otra rutina también ocurrían cosas extraordinarias… como el eclipse de sol del día dos de julio de 1666. Sucedió entre las cinco y las siete de la mañana, por lo que no alivió mucho los calores (más útil hubiera sido a las cuatro de la tarde). Corría la voz de que a quien sorprendiera durmiendo, sufriría grandes daños. El conde de Pötting dijo que tal rumor era «una patarata», pero, por si acaso, su mujer y él observaron el fenómeno desde su jardín.

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Este verano habría ido bien algún eclipse de sol que otro… porque el calor ha sido furo. ¿Tendré que usar hábito como Maria Sophia? Lo pensaré para el verano que viene, quizás sea más práctico para protegerse del sol que gastar tanto dinero en cremas. En fin, ¡feliz comienzo de otoño! y ¡bienvenido sea el fresquito!

 

 

Bibliografía: Miguel Nieto Nuño (ed): Diario del conde de Pötting, Embajador del Sacro Imperio en Madrid (1664-1674), Madrid, 1990 y 1993.