Antes de ayer cayeron las primeras lluvias en Granada desde hace meses y hoy hasta me he tenido que poner una chaquetilla a primera hora de la mañana. Parece que el verano se va despidiendo poco a poco y, con él, las vacaciones… aunque éstas, para muchos, hace ya unos días que son historia. Lo que tiene el fresquito es que te da más ganas de trabajar. La asociación entre frío y trabajo, y entre calor y descanso la tenemos bastante clara en nuestra sociedad pero en la Edad Moderna las cosas no eran tan sencillas; desde luego, para las embajadoras estos binomios no funcionaban. Hiciera frío o calor, las ocupaciones no faltaban como tampoco los ratitos de relajo, porque eran humanas.
¿Tenían vacaciones las embajadoras? La pregunta puede parecer un poco rara teniendo en cuenta que el concepto de «vacaciones de verano» no existía en la época. La palabra «vacaciones» la define Sebastián de Covarrubias en 1611 como «los días que se dan recreaciones a los estudiantes en las universidades»; según esta definición, sólo los jóvenes pupilos tenían días de asueto oficiales para descansar de las largas jornadas de estudio.
Las vacaciones de hoy en día aún no estaban inventadas pero sí el descanso y el entretenimiento en oposición al «oficio» o al «negocio», en definitiva, al «trabajo». El «ocio» se oponía en la Edad Moderna a la «ocupación». José Deleito y Piñuela, en su entretenida obra El rey se divierte, relató de manera muy amena los numerosos ratos ociosos de Felipe IV; una «ociosidad» que sólo podía darse cuando el monarca cumplía con sus rutinarias «ocupaciones» que comprendían nada más y nada menos que el gobierno de la monarquía.
Pero dejemos a Felipe IV y concentrémonos en nuestras embajadoras y sus veraneos en la Villa y Corte. Las embajadoras del Imperio en Madrid en la segunda mitad del XVII no tuvieron «vacaciones» porque no eran estudiantes, pero sí verano y diversión entre «ocupación» y «ocupación», porque el ritmo de vida de estas mujeres variaba muy poco antes, durante y después de la canícula (recordemos que para los romanos, la canícula iba del 24 de julio al 24 de agosto, momento en el que se podía contemplar en el cielo a la estrella Siria, igualmente llamada «pequeño perro»); vamos, que durante los meses de julio y agosto las embajadoras no paraban quietas en lo que a oficios, negocios y trabajos se refiere. Aunque también tenían sus momentos de solaz, que el calor indubitablemente – como ahora – propiciaba.
Relataré aquí los veranos de la condesa de Pötting, Maria Rosina Sophia Dietrichstein, esposa de Franz Eusebio von Pötting, embajador cesáreo en Madrid entre 1663 y 1674. ¡El matrimonio pasó diez tórridos veranos en capital! ¿Cómo se las arregló la joven embajadora de origen checo para combatir los bochornos? ¿Qué cambiaba en su vida con respecto a las otras estaciones?
Podemos pensar que a lo mejor no hacía tanto calor en el siglo XVII como ahora. La Pequeña Edad de Hielo debió hacer de las suyas por los madriles, aunque parece que el ‘peor’ periodo de frío en España fue entre 1570–1610 y, en ese intervalo, la condesa de Pötting aún no había nacido, así que vamos a suponer que Maria Rosina Sophia, acostumbrada a climas más continentales, pasó calor, mucho calor. Su marido, el conde de Pötting, dejó estos testimonios en su afamado diario: «No salí de casa por haçer una tremenda calor». Ese mismo verano, a finales de agosto anotó: «este dia ha sido tan tremendamente caluroso que todos se hallaron espantados».
Protegerse del sol era obligado y no sólo porque en aquella época el moreno conguito no estaba de moda, sino porque el calor excesivo se consideraba altamente peligroso para la salud. En la Edad Moderna, se creía que los cuerpos eran muy porosos, en consecuencia, cualquier efluvio maligno podía penetrar fácilmente por esos poros que conectaban el amenazante exterior con el delicado interior y hacer estragos en los humores corporales. Imprescindible era por tanto evitar que los rayos solares entraran a través de la piel. Creo que esto me suena… Las cremas de sol aún no estaban inventadas pero les faltaba poco para estarlo.
La condesa y su marido, para combatir los calores, tuvieron muchas armas a su alcance; la primera: quedarse en casa, una solución muy eficaz. La segunda: aligerar sus ropas, como aquella vez en la que se pusieron luto corto y ligero por la muerte del conde Piccolomini; aunque Maria Sophia, un quince de agosto, curiosamente estrenó un hábito de San Francisco de Paula, según su esposo «por devoción», aunque quién sabe si fue por penitencia (lo digo por el calor que debió pasar debajo de él); ¿o quizás se lo puso para que los rayos del sol no le quemaran la piel? En cualquier caso, llevar el hábito habría tenido varias funciones: sufrir, conservar la salud, mantener la piel bien blanquita y además dar una imagen muy conveniente de santidad. Una tercera opción para la evitar los calores era estar en contacto con la naturaleza: la condesa de Pötting y su marido, después de cumplir con sus obligaciones, solían ir a pasear al campo «para tomar el fresco». Entre sus rutas favoritas en verano estaban el ‘clásico’ Prado, el paseo del río, o El Retiro, donde las mañanas eran muy fresquitas, sobre todo a las seis, una hora muy buena según Pötting para «refrescarse».
Al margen del calor y de las cabriolas que había que hacer para que éste no afectara a los órganos y a la cabeza, los veranos de las embajadoras eran muy rutinarios en cuanto a ocio y negocio se refiere.
El verano comenzaba con dos preliminares: el cumpleaños del emperador Leopoldo I el nueve de junio y las festividades del Corpus con los Autos de palacio. La estación se inauguraba oficialmente con la noche de San Juan y sus baños rituales en el río Manzanares. Los embajadores acudían prestos con sus carrozas a remojarse en aquellas aguas mágicas. A finales del mes de junio, la familia real se ‘retiraba’ a El Retiro, lo cual cambiaba la habitual ruta que seguían las embajadoras para ir a visitar a la reina Mariana de Austria, ya que en vez de ir hacia el oeste, donde se ubicaba el Alcázar (en las inmediaciones de la actual plaza de Oriente), tenían que dirigirse hacia el este, al otro lado de la ciudad, pues ésta era la orientación que tenía aquel palacio de verano tan acertadamente llamado «El Retiro». Mariana de Austria esperaba a la condesa de Pötting en sus retirados aposentos… descansando de la calima y acaso abrruntando uno de sus acostumbrados dolores de cabeza.
El mes de julio se iniciaba con el cumpleaños de Maria Sophia. La embajadora cumplía años el día once pero su marido siempre le entregaba los regalos el día uno o el dos. Entre los obsequios que recibió en las once efemérides que celebró Maria Rosina Sophia en Madrid se pueden encontrar: «agradables y curiosas galanterías», «algunas alajillas de buen gusto», «un San Antonio engastado con diamantes que valió cien ducados de plata», «un nudillo de diamantes», «seis abanicos que su esposo hizo venir de París», «una cajilla de filigrana, cintas y prendas de Flandes», «un bien hecho nudillo de diamantes» y «un relojillo de plata». Aún no he averiguado la razón por la que Pötting «colgaba» (hacía regalos) a su mujer entre el uno y el dos de julio si el cumpleaños era el once… si alguien tiene alguna idea, por favor que me la diga. El día del cumpleaños de Maria Sophia, lo que sí hacía el conde, era ponerse «joya», es decir, colocarse en el pecho una joya que seguramente contenía el retrato en miniatura de su mujer. De este particular modo se celebraban los cumpleaños: decorando el atuendo elegido para la festividad, con un retrato-joya del homenajeado. Un verano, el matrimonio celebró el cumpleaños yendo al santo Christo de El Pardo.
La siguiente fecha para recordar en el calendario de julio era el cumpleaños de la infanta Margarita, a partir de 1666 emperatriz y esposa de Leopoldo I. Los Pötting celebraban ese día acudiendo a palacio (a El Retiro, normalmente) con las joyas de rigor. Allí «cumplían» dando la enhorabuena a la «Señora Empetratriz», como llamaban a la infanta, y a la reina doña Mariana, por ser la madre de ésta. Algún mes de julio también fueron ese día a San Plácido a ganar el jubileo. En el verano de 1664, como aún estaba vivo Felipe IV, el conde de Pötting pudo acudir al oficio que el rey practicaba con los caballeros de la orden de Santiago, el día 25 de julio. Acababa el caluroso mes con la fiesta de San Ignacio que los Pötting celebraban acudiendo a misa a la iglesia del Noviciado de la Compañía de Jesús, situado en la calle de San Bernardo.
En agosto, la embajadora iba con su marido a la fiesta de San Alberto a la iglesia de Nuestra Señora del Carmen. Juntos tomaban el agua bendita de aquel santo para purificarse. En agosto de 1664, tuvieron que hidratarse bastante con aquellas aguas porque aún les duraba el susto del incendio de las barcas del estanque de El Retiro, acontecida sólo dos días antes. Era en aquellas aguas cristalinas de su palacio de verano, donde los reyes solían holgarse y ‘vengarse’ de los calores.
Avanzaba el mes de agosto con el cumpleaños de Pötting el día diez, día de San Lorenzo. El embajador siempre remarcaba esta coincidencia; al igual que el calor que se pasaba en esa fecha: «en este día en toda España debajo de las piedras en qualquiera parte se coge verdadero carbón, lo que yo probé por mí mismo». Para celebrar su aniversario, Pötting se confesaba y comulgaba. Uno de sus mejores días de cumpleaños fue sin duda el diez de agosto de 1668; esa jornada, Pötting, su esposa y su hija Inés fueron a visitar el jardín del Almirante de Castilla, hacia el Prado viejo, un vergel «digno de ser visto». Luego se fueron a El Retiro donde merendaron a la orilla del estaque; una buena manera de celebrar San Lorenzo, ‘san’ Pötting y de vencer al terrorífico sol laurentino.
El día quince, día de Nuestra Señora, era una fecha muy señera: los Pötting se confesaban y comulgaban, oraban en su capilla privada de la calle de la Luna, acudían a palacio y escuchaban el sermón de turno. Por la tarde iban a la iglesia de Las Maravillas y luego a pasear al campo.
Se cerraba el mes y acaso el verano con el día 28 de agosto. Era ésta otra efemérides importante en casa de los Pötting, pues se conmemoraba el cumpleaños de la primera mujer del conde, fallecida, claro está. Al embajador le gustaba honrarla y recordarla durante toda la jornada. En el año 1666, además, Pötting se acordó de la coincidencia de tres cumpleaños en el mes de agosto: el suyo el día 10, el del hijo que había tenido con su primera mujer, muerto de niño, el día 18, y el de ésta, el día 28.
Entre cumpleaños, paseos y festividades religiosas, los Pötting también trabajaban en verano: hacían y recibían visitas, y acudían a palacio a ver a los reyes. La rutina de los negocios se combinaba con la rutina del ocio. Pero entre una y otra rutina también ocurrían cosas extraordinarias… como el eclipse de sol del día dos de julio de 1666. Sucedió entre las cinco y las siete de la mañana, por lo que no alivió mucho los calores (más útil hubiera sido a las cuatro de la tarde). Corría la voz de que a quien sorprendiera durmiendo, sufriría grandes daños. El conde de Pötting dijo que tal rumor era «una patarata», pero, por si acaso, su mujer y él observaron el fenómeno desde su jardín.
Este verano habría ido bien algún eclipse de sol que otro… porque el calor ha sido furo. ¿Tendré que usar hábito como Maria Sophia? Lo pensaré para el verano que viene, quizás sea más práctico para protegerse del sol que gastar tanto dinero en cremas. En fin, ¡feliz comienzo de otoño! y ¡bienvenido sea el fresquito!
Bibliografía: Miguel Nieto Nuño (ed): Diario del conde de Pötting, Embajador del Sacro Imperio en Madrid (1664-1674), Madrid, 1990 y 1993.