Huir «luego, lejos y largo tiempo», este era el refrán que circuló por Castilla en la Edad Media y que Juan Sorapán de Rieros, un ilustre médico extremeño, publicó en su Medicina Española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua. La obra se imprimió en Granada en 1616 y acabó en las mejores bibliotecas de nobles y burgueses del siglo XVII.
Aunque Juan Sorapán registró aquella recomendación, no se resignó a ofrecer únicamente la solución de la huida; muy al contrario, presentó otros remedios como tomar triaca, granos de trigo y de bezoar diluidos en agua, llevar un manojo de ruda en el seno o utilizar perfumes. Más acertado estuvo al recomendar que había que lavarse las manos y la nariz en una redoma con vinagre y agua rosada. Sorapán añadía que éste era remedio «probado», pero que más eficaz era llevar una esponja empapada en vinagre de ruda y olerla a menudo. En la época los médicos pensaban que las enfermedades se transmitían por el aire contaminado y no les faltaba razón… El médico extremeño aconsejó evitar los malos olores y para ello no había mejor antídoto que limpiar la casa de inmundicias. Para refrendar su consejo citaba a Galeno: «el vapor pestífero contagioso se sujeta en el aire» (Sorapán, 72), sentenció.
De todos los consejos apuntados, el que primero seguían los nobles del siglo XVII era el más antiguo y popular, el de «las tres eles»: «huir luego, lejos y por largo tiempo», y eso es lo que hizo Johanna Theresia von Harrach con sus hijos y parte de su servidumbre a finales de 1679 cuando Viena se vio asolada por una terrible epidemia de peste. Ni corta ni perezosa, la egregia señora decidió marcharse de la capital y dejar a su marido solo ante el peligro; bueno, diremos en favor de Johanna que su esposo Ferdinand tenía que cumplir sus obligaciones como miembro del Consejo Secreto del emperador, entre las que se encontraba: huir luego, lejos y largo tiempo allá donde fuera Leopoldo I; sí, porque Leopoldo acabaría huyendo de Viena, pero no sin antes prometer que levantaría una columna votiva si Dios se dignaba a salvar la ciudad de la mortífera pestilencia.
Johanna y sus hijos hicieron las maletas antes de que Ferdinand saliera de Viena con el emperador. El «protocolo» así lo exigía: «las mujeres y los niños primero» y no era para menos porque la masculinidad de su esposo se habría visto cuestionada si ella hubiera huido del peligro más tarde que él. Así que la condesa de Harrach y sus hijos Carlos, María Josepha, Franz Anton, Alois Thomas, Rosa Ángela y Johann Joseph de entre 1 y 18 años de edad, pusieron rumbo a Praga. No se fueron solos, en su camino a la capital de Bohemia les acompañó el mayordomo de su marido, Carl Ambros Maignin de Fleury y otros criados.
Tras acomodarse en su nueva residencia nuestros «fugitivos» de la peste vienesa adoptaron una serie de medidas preventivas: Johanna y sus hijos no saldrían de la vivienda, mientras que el mayordomo Carl Ambros Maignin solo pisaría la calle una vez por semana. Los criados podrían hacerlo con más frecuencia pero únicamente para cumplir órdenes, es decir, para realizar recados que garantizaran la supervivencia de sus señores. La llegada de vieneses a Praga, por muy nobles que fueran, no gustó demasiado a sus habitantes, que habían recibido noticias de los estragos que la peste estaba ocasionando en Viena, por eso no es de extrañar que en sus salidas semanales el pobre Carl Ambros se sintiera observado por «todo el mundo» con «sospecha y aprehensión».
Lo que no sospechaba Johanna Theresia era que el mal lo tenía dentro porque a las pocas semanas de encierro, uno de sus pajes más jóvenes «dio positivo» en peste. El pánico cundió en la casa y Johanna y sus hijos volvieron a poner en práctica el remedio de las «tres eles». La ex-embajadora y sus vástagos salieron apresuradamente de Praga llevándose consigo todo tipo de medicinas y a su médico personal. Con el moribundo, un médico y unos pocos criados se quedó Carl Ambros, «aguantando el tipo» y responsabilizándose de la situación; por algo el «principal» de la casa.
¿Qué hizo Carl Ambros Fleury? pues mandó al chico al lazareto para sacarse al medio- muerto de encima y se puso como un loco a desinfectar las habitaciones siguiendo las recomendaciones del médico que se había quedado con él. Carl debía darse prisa porque el emperador Leopoldo y todo su séquito, incluido Ferdinand von Harrach, su señor, se estaban preparando para salir de Viena y trasladarse a Praga. El proceso de desinfección fue el siguiente: primero Carl mandó descolgar todas las tapicerías de las habitaciones por donde había pasado el fallecido (porque el paje se murió) y ponerlas en una habitación soleada y bien aireada durante el día. Por la noche ordenó cerrar las ventanas y rociar el aposento con un perfume «violento», léase fuerte. Por la mañana purificó la estancia con un «buen vinagre». Los días siguientes el mayordomo se encargó de desinfectar el resto de habitaciones, empezando por las de Johanna Theresia y sus hijos. Tan orgulloso estaba de su trabajo que el 9 de abril se atrevió a escribir a su amo Ferdinand que «el emperador mismo podría alojarse allí» de lo bien desinfectado que estaba todo.
Johanna y sus hijos llegaron finalmente a Brno sanos y salvos. Únicamente Carlos, el mayor, tuvo que tomar unos polvos durante el trayecto para recuperarse de un pequeño achaque. En Brno respiraron tranquilos aire sin peste y practicaron el carpe diem bailando por las noches en el jardín. El mayordomo y el resto de criados tras cumplir con la cuarentena, se reunieron con su señora. Carl Ambros Maignin contemplaría las lunas de Brno con más emoción acaso que su ama. Los señores eran los primeros en huir, los plebeyos los segundos; irremediablemente estaban más expuestos a la enfermedad, a la muerte…
Las danzas macabras de la Edad Media no hacían distinción entre ricos y pobres pero en realidad, sí la había. Que se lo pregunten a Carl Ambros, y eso que él no podía compararse con el joven paje, casi niño, que murió abandonado en el lazareto de Praga.
Laura Oliván Santaliestra
Fuentes: archivos austriacos.
Sobre enfermedad, embajadas y la obra de Sorapán: Oliván Santaliestra, Laura: «Cenas, penas y soles matan a los hombres: medicina preventiva de un embajador que sobrevivió a su embajada (1663-1674).» Chronica Nova. Revista de Historia Moderna de la Universidad de Granada 44 (2018): 147-175.
Me ha gustado mucho. Muy adecuado para los días que vivimos ahora. Con los pocos medios que tenían entonces…Me llama la atención la ruda de la que tanto me habla una vecina del pueblo muy mayor y las historias que cuenta. Sobre todo que da «buena suerte». Enhorabuena Laura.
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Querida Olga ¡muchísimas gracias por tu comentario! Tengo una vecina en el pueblo de 91 años que tiene bastante ruda en su corral. La planta me sorprendió porque tiene un olor raro, muy especial; me dijo que espantaba a los ratones y que también la llamaban «hierba de bruja». Cuando vuelva al pueblo le preguntaré para qué la utiliza ella.
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